Opinión · Del consejo editorial
No hay integración con miedo
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ANTONIO IZQUIERDO
Catedrático de Sociología
Los poderes cercanos levantan miedos que pueden asfixiar la convivencia. Eso es lo que está ocurriendo con el goteo de ataques a los inmigrantes desde los ayuntamientos al prohibir los lugares de culto, obstaculizar el empadronamiento y azuzar la inseguridad en los barrios. Da que pensar que las iniciativas políticas de los gobiernos locales sean más restrictivas que las del Gobierno autonómico y estas, a su vez, más lesivas para la integración de los inmigrantes que las del Gobierno español. Cuanto más abajo, más se aprieta la tuerca. Como si una constelación de agujeros negros se tragara los derechos de los habitantes.
Haciendo entrevistas a inmigrantes rumanos, marroquíes y ecuatorianos se escuchan los sonidos del miedo. Son miedos distintos en unos y otros, diferentes en su expresión y en sus causas. Pero su registro debiera conducirnos a reflexionar sobre el curso que sigue la integración de los inmigrantes y el papel de los municipios en la convivencia. En las conversaciones aparece con claridad esa ambivalencia entre cercanía del poder y acogida.
Son residentes legales, pero desconfían a la hora de dar su teléfono para mantener el contacto. La investigación quiere determinar cómo se desenvuelven en la crisis y qué les deparará el porvenir. Pero ese recelo al seguimiento unido a su movilidad residencial constituye un obstáculo para analizar cómo evoluciona su situación laboral y la de sus hijos en la escuela. Y sin estudios longitudinales, la demagogia política campará a sus anchas.
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Tienen miedo a hablar de política, de religión y de empleo. De lo primero porque temen que “si critican, luego lo van a pagar”. De religión, porque sienten el rechazo a todo credo que no sea el católico. Y del trabajo, porque no quieren destapar las trampas de los contratos. Pese a su situación legal, aún temen la expulsión.
Nuestra hipótesis es que quizás estemos confundiendo el miedo con la convivencia. Y la integración no es silenciosa. Hay que celebrar, para desespero de los militantes antiinmigración, que no haya conflictos visibles, masivos y violentos. Pero ¿hay avances reales en la integración? La respuesta es que los inmigrantes aún no se sienten ciudadanos.
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