Opinión · Del consejo editorial
Pactos educativos
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Óscar Celador Angón
Las encuestas realizadas por el Centro de Investigaciones Sociológicas indican que las temáticas que más inquietan a la sociedad española son la situación económica y el desempleo, y que la educación, pese a que es una de las claves para solucionar los problemas anteriores, no se encuentra entre las principales preocupaciones de los españoles. En las economías europeas más avanzadas la educación desempeña un papel capital en la agenda política porque así lo demandan sus ciudadanos, y esto tiene consecuencias directas en las políticas nacionales; piénsese que el partido laborista ganó las elecciones británicas en 2001 utilizando un eslogan tan sencillo como contundente: “Educación, educación y educación”. En el siglo XXI los recursos humanos son el principal capital de las sociedades modernas, y su progreso depende en gran medida de la calidad de su sistema educativo y del desarrollo tecnológico. Pese a esto, nuestro sistema educativo se ha caracterizado en las últimas décadas por la pérdida de calidad y su progresiva degradación, tal y como se aprecia en los numerosos estudios e informes internacionales que alertan de nuestro elevado índice de fracaso escolar e indican que España se encuentra en el furgón de cola de Europa y de la OCDE en materia de educación. De ahí que no deba sorprender a nadie que el actual Gobierno haya puesto sobre el tapete político la necesidad de alcanzar un pacto nacional en materia de educación, ya que es demagógico hablar de un sistema educativo de derechas o de izquierdas; y lo realmente importante es avanzar en la búsqueda de un modelo que sea realmente útil para la sociedad.
En mi opinión, el pacto educativo debe sostenerse sobre cuatro pilares. Primero, es necesario abandonar la dinámica de inestabilidad normativa que ha caracterizado a la educación en las últimas décadas y que se ha traducido en que los diferentes Gobiernos han centrado sus esfuerzos en impulsar políticas dirigidas más a deshacer las decisiones de los Gobiernos precedentes –con el coste económico y el caos organizativo que esta situación conlleva–, que a mejorar la eficacia del sistema educativo. Segundo, para invertir el proceso de caída libre de la calidad en que se encuentra inmerso desde hace años el sistema educativo, es necesario acometer inversiones en medios humanos y materiales y que nuestro gasto educativo sobre el PIB converja con la media europea. Tercero, la universidad debe desempeñar un papel central en el desarrollo cultural, económico y social, y para ello es imprescindible que su oferta formativa e investigadora sirva para satisfacer de forma eficiente las necesidades y demandas del mercado laboral. Y cuarto, todas estas medidas caerán en saco roto si los docentes carecen de los medios y la autoridad necesaria para desarrollar adecuadamente su labor pedagógica.
Hablar de educación significa hablar del futuro de las futuras generaciones, de ahí la importancia de que se aborden políticas de Estado y no de Gobierno en ese terreno. Ahora sólo queda que nuestros gobernantes sepan estar a la altura de las circunstancias.
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Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de Libertades Públicas
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