Opinión · Dentro del laberinto
Entre la espada y la otra pared
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Nos dijeron que miráramos hacia el frente mientras nos encontrábamos dentro del laberinto: durante los años que continuáramos dentro (y del laberinto, salvo los héroes, sólo se sale tras la muerte) era preciso que siguiéramos una senda trazada ya de antemano. Existe una creencia general, constante, de que si cumplimos las normas, nada nos ocurrirá. Si nos portamos bien, de todo puede escaparse: o al menos, lo terrible puede retrasarse hasta el infinito.
El problema radica en que las normas que garantizan la supervivencia dentro del laberinto social oscilan sin demasiado aviso previo. Lo que nos nutre nos destruye, y eso se aplica a la sexualidad, la comida que nos han enseñado a venerar y a que poco tiempo más tarde genere desconfianza, las ideas políticas, el ascenso de las hipotecas que prometían hacernos ricos.
Es posible que vivir no sea tan complicado, o que no lo fuera siempre de la misma manera. La mente regresa una y otra vez, en un bucle infinito, a los tiempos en los que las cosas se mostraban tal y como eran. Las mujeres sabían qué castigos afrontaban si no se comportaban como tales, los varones no se engañaban acerca de lo que la virilidad suponía, el humilde mantenía la ilusión de la lotería o la emigración. Los ancianos recuerdan con nostalgia los tiempos duros y claros, y en ocasiones olvidan las sombras que aparejaba esa supuesta sencillez. Los jóvenes, carentes de historia, hemos de inventar memoria y añoranza. Costumbres, ideas, comidas acerca de las que desconfiar, sexualidad. Hipotecas que ascienden y nos alejan de los sueños que ni siquiera ya la lotería ni la emigración pueden cumplir.
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La espada, en este caso, araña como la realidad y empuja hacia los muros, hacia la pared de lo convencional, de lo políticamente correcto: la dictadura de lo que debe decirse, hacerse, sentirse, pensarse se ha hecho más sutil, pero no ha desaparecido. Como un velo translúcido, nos confunde: como palabras con veneno, cuando rozan, irritan. Siempre hay algo que hiere, que punza, que obliga, como un acicate, a precipitarse al centro, al monstruo, a la huida.
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