Opinión · Desde lejos
Delatores
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Hubo un tiempo en que la gente de este país tenía claro qué era un delator. Delatores fueron todos aquellos que denunciaron a otros por rojos –o por fascistas– durante la guerra y la posguerra. Anónimamente. Los herederos de los terribles “familiares” de la Inquisición, que durante siglos mandaron a la hoguera o a la cárcel a miles de personas por herejía, con sólo susurrar palabras atroces al oído de los frailes dominicos. Anónimamente, por supuesto.
Nadie va a ir a la cárcel o a la muerte por encender un cigarrillo en espacios prohibidos, lo sé. Pero me asombra ver a tanta gente supuestamente responsable animando a los españoles a convertirse en delatores anónimos de los tristes fumadores. En esta España nuestra en la que, por cierto, casi nadie denuncia los malos tratos del vecino, los fraudes a la Hacienda pública, los desmanes contra el patrimonio o el medio ambiente, los abusos de tantos empresarios sobre tantos trabajadores...
Somos muchos los ciudadanos –incluidos numerosos no fumadores– a los que no nos gusta el rigor de esa ley hipócrita que nos acaban de imponer: no fumaremos, pero la gente seguirá emborrachándose y metiéndose de todo alegremente –somos el país europeo de mayor consumo de cocaína– y el Estado continuará recaudando un montón de ingresos gracias al tabaco. Y, sobre todo, somos muchos los que rechazamos esa forma inquisitorial de aplicarla y de animarnos a sacar lo peor de nosotros mismos, chivándonos anónimamente del de al lado. Sea verdad o no. Me temo que este Gobierno ha abierto una puerta que da a una senda más bien tenebrosa.
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