Opinión · Desde lejos
Bajo el burka
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Hace algunos años me puse un burka. Tan sólo unos minutos, tal vez 15 o 20. Lo suficiente para sentir un espasmo de horror ante esa visión del mundo desde detrás de las rejas de una cárcel y una profunda compasión por mis hermanas afganas sometidas a semejante limitación de su libertad. Incluso de la de mirar y ser miradas. Fue en un acto de homenaje a las mujeres que soportaban el terrible poder de los talibanes. Allí conocí a una escritora de aquel país, Spojmai Zariab, que vivía –y creo que aún vive– como refugiada política en Francia.
Zariab era profesora de Literatura francesa en la Universidad de Kabul. Madre de cuatro hijas, cuando los talibanes llegaron al gobierno y prohibieron a las mujeres estudiar, trabajar y hasta salir a la calle sin la compañía de un varón. Decidió que no quería que sus hijas se criasen en ese mundo atroz y huyó de él. Me contó verdaderas barbaridades. El desamparo de las viudas, que casi siempre terminaban mendigando o muriéndose de hambre. Los casos de mujeres que fallecían de alguna enfermedad fácilmente curable porque ningún hombre podía o quería acompañarlas a un hospital. Horrores.
Cuando los talibanes fueron expulsados, muchos quisimos creer que había llegado un nuevo tiempo para las afganas. Pero lo sucedido después demuestra que las leyes de esos fanáticos no procedían de su propia locura, sino que eran consecuencia de viejísimas tradiciones inmutables que, por desgracia, siguen perdurando. El presidente Karzai, respaldado por buena parte de la bienpensante comunidad internacional, acaba de vender de nuevo a sus mujeres a los chiíes más reaccionarios, que a cambio le darán su apoyo en las próximas elecciones: ya ha entrado en vigor una ley que permite a los hombres castigar a sus esposas sin comer cuando ellas se nieguen a satisfacer su deseo sexual.
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Las mismas esposas que no podrán trabajar ni salir a la calle sin el permiso expreso del marido. Y que perderán la custodia de los hijos en caso de divorcio. Nuestras hermanas afganas seguirán sufriendo. Y los países occidentales, supongo, mirarán hacia otro lado, negándose a contemplar la realidad de esas mujeres invisibles bajo el burka. Y, sin embargo, reales.
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