Opinión · Dominio público
Nunca más, Obama
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LUÍS MATÍAS LÓPEZ
Son legión los que gritan a Obama: ¿Qué hay de lo mío? ¿Arreglarás lo de mi hipoteca? ¿Protegerás mis ahorros? ¿Evitarás que pierda mi empleo? ¿Extenderás la asistencia sanitaria? ¿Traerás a mi hijo de Irak sano y salvo? ¿Evitarás otro 11-S? ¿Lograrás que los estadounidenses volvamos a ser queridos y respetados en el mundo? Pero pocos le preguntan: ¿Evitarás más genocidios y crímenes de guerra y lesa humanidad como los que mancharon las presidencias de tus predecesores, disfrazando de ignorancia o impotencia una flagrante falta de voluntad y valentía políticas? ¿O no irás más allá de defender la posición de EEUU como superpotencia única acosada, entre otros enemigos, por el terrorismo islamista y la emergente competencia económica de China e India?
En 2008 se conmemoró el 60º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero también, casi con sordina, el Convenio sobre la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio. Genocidio, según el texto de 1948, es “cualquiera de los siguientes actos cometidos con intención de destruir, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso: matanza de miembros del grupo; atentado grave contra la integridad física o mental de sus miembros; sometimiento deliberado del grupo a condiciones de existencia que puedan acarrear su destrucción física, total o parcial; y medidas para impedir nacimientos en el seno del grupo o traslado forzoso de niños a otro grupo”.
El Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI), aprobado en Roma en 1998, incluía entre sus objetivos combatir el genocidio, pero también los crímenes de guerra y de lesa humanidad, como asesinatos masivos, exterminio, esclavitud, deportaciones, torturas, violaciones, segregación racial, esterilizaciones y desapariciones forzosas, etc. Y con el matiz clave de que la Corte podrá actuar cuando no existan garantías de que se hará justicia en el país en el que se cometieron las atrocidades. Eso explica, por ejemplo, que la CPI encause en su sede de La Haya al ex presidente de Liberia, Charles Taylor. Tribunales especiales bajo el paraguas de la ONU actúan también lejos de donde se perpetraron las matanzas, como el de la antigua Yugoslavia (contra los responsables de la limpieza étnica), establecido en La Haya, o el de Ruanda (en Tanzania), que juzga a los autores de la matanza en 1994 de 800.000 tutsis y hutus moderados. En cambio, el de Camboya, donde se encausa a responsables del exterminio entre 1975 y 1979 de millón y medio de personas (casi la cuarta parte de la población) por los jemeres rojos, tiene su sede en Phnom Penh, con jueces internacionales y locales.
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La llamada Fuerza de Choque para la Prevención del Genocidio, en la que juegan un papel muy activo la ex secretaria de Estado Madeleine Albright y el ex jefe del Pentágono William Cohen, no entra en el debate terminológico y se concentra en pedir a Obama que convierta la lucha contra los asesinatos masivos de civiles en un objetivo explícito de su acción exterior. Según ellos, bastarían 250 millones de dólares al año para detectar el peligro de nuevas matanzas y evitarlas.
Difícilmente podrá alegar ignorancia el nuevo presidente. Samantha Power, en un libro ya clásico que obtuvo el premio Pulitzer en 2003 (Problema Infernal. Estados Unidos en la era del genocidio, Fondo de Cultura Económica, 2005), señala que esa ha sido precisamente una actitud frecuente ante las grandes matanzas del siglo XX. Resume la autora: “Los dirigentes norteamericanos no actuaron porque no quisieron. Creían que el genocidio era malo, pero no estaban dispuestos a invertir el capital militar, monetario o político que requería detenerlo”. Power es miembro del equipo de transición de Obama y cabe suponer que le mantendrá siempre alerta sobre el riesgo de genocidio.
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El nuevo presidente necesita enviar una señal nítida, como refirmar el estatuto de la CPI, suscrito ya por 108 países, pero no por EEUU, Rusia, China, India, Pakistán o Israel. Lo suscribió Bill Clinton, pero lo
desfirmó George Bush, con el argumento de que va contra la soberanía y la independencia nacionales.
Traducción: podría sentar en el banquillo de La Haya a funcionarios o
militares norteamericanos. Algo
inaudito para el responsable de la vergüenza de Guantánamo o el envío de sospechosos de terrorismo a países amigos para ser interrogados (léase torturados).
Obama tiene al menos tres retos inmediatos, todos en África, el continente olvidado. En Sudán, los muertos en la región de Darfur por la violencia gubernamental y las luchas entre grupos rivales se han cobrado ya 300.000 vidas, y cinco de sus seis millones de habitantes están en campos de refugiados o dependen de la ayuda humanitaria internacional. En Congo, donde las guerras civiles han causado millones de muertos, la situación en la región de los Kivus, cuyas riquezas minerales se disputan las milicias progubernamentales y las tutsis apoyadas y armadas por Ruanda, amenaza con degenerar en otra catástrofe humana con las violaciones masivas como imagen de marca, pese a la presencia de 17.000 cascos azules, que se ampliarán pronto hasta los 20.000, la mayor misión de paz de la ONU. En Zimbabue, por fin, Robert Mugabe ha llevado a su país a tal grado de degradación (hambre, epidemias, hiperinflación, represión, corrupción…) que podría justificar la intervención exterior bajo el concepto de “responsabilidad para proteger” aprobada por unanimidad por la ONU en 2005.
¿Se atreverá Obama a luchar en todos estos frentes, cuando tiene tanto que hacer en casa? Si no lo hace, su estatura moral disminuirá considerablemente. Y, si lo hace, no estará solo. Europa también tendrá que dar un paso al frente.
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es Periodista
Ilustración de Mikel Jaso
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