Opinión · Dominio público
Consume o muere
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ASSUMPTA ROURA
Este año 2009, por cuya andadura ya damos los primeros pasos, sentará a nuestra mesa a las víctimas más cercanas de la gran mentira socio-laboral que entre todos hemos contribuido a engordar hechizados por un sistema de mercado neoliberal en cuyo espejo mágico nos vimos más ricos, más astutos, más altos y guapos. No serán casos ajenos televisados al por mayor, sino personas cercanas de carne y hueso cuya realidad puede sobrepasar nuestra voluntad de ser ciegos a tiempo convenido. La sagrada sociedad de las apariencias y su cultura para el infantilismo global van quedándose al desnudo y, sólo en España y de momento, ha dejado tres millones de parados, a saber si dispuestos a herir de muerte el cúmulo de vanidades que cambiaron respeto por temor y responsabilidad por tiranía.
Puesto que el miedo es paralizante, no suele suceder que de sus entresijos surjan buenas razones para avanzar mejor en los propósitos democráticos. En estos años, en que el prestigio se ha alcanzado con incomprensibles cifras, hemos descubierto que todos los Madoff de las finanzas piramidales tienen su equivalente en la sociedad civil del trabajo y las relaciones humanas; que entre ellos se reconocen y se tratan a condición de que nadie conozca a nadie, y que se aguantan unos a otros por el método de levantar sospechas, sistema muy utilizado por los cursantes de intrigas para alcanzar la cúspide. Lo humano reducido a una vil sospecha: he ahí una de las trampas. Ni el conocimiento, la curiosidad por el saber o el impulso a la inteligencia tienen cabida en un territorio que, arbitrado por la mezquindad, necesita reducir al individuo a una máquina de producción y consumo con garantía máxima de veinte años. Produce y consume o muere. Obligaciones inasumibles multiplicadas a diario son causa de angustias que se gestionan con la prescripción de ansiolíticos y antidepresivos, gracias a los que buena parte de la clase media vive adecuadamente anestesiada.
La operación no podía ser más perfecta. El mismo espejo mágico ha convertido en amigos invisibles, al menos hasta donde ha podido, a los desesperados de nuestro entorno –ese cuarto mundo de nuestras grandes ciudades tan bien equipadas o esos nuevos pobres cercanos simulando no haber perdido nada para no malograr la sintonía estética y el orden establecido de los nuevos ricos–. Hasta la llegada de una globalidad concreta, nunca conocimos tanta libertad bajo vigilancia de un orden en apariencia inexistente mientras se construía un supuesto Bien totalitario que borrara cualquier huella de su contrario. La amoralidad, bendición para los astutos, ha sido el ángel custodio del balneario que ahora se viene abajo, lentamente y por episodios. El beso para despertar a la Bella Durmiente no podía ser más demoledor. ¿Terminó el sueño?, se preguntan, ahora, los Durmientes protestando con altas cifras en la ventanilla de reclamaciones que a su vez responde con cifras mayores en un espectáculo que parece diseñado para Las Vegas. El casino mundial inmovilizado sin que a sus responsables se les note la vergüenza mientras los elegidos democráticamente enseñan, con excesiva parsimonia, la falta de horizontes por miopía o por deslumbramiento de sí mismos.
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Comenzada la andadura por el año que sigue al del estallido de la crisis financiera global, parece urgente la revisión a fondo del sistema democrático por parte de todos los actores implicados con el fin de restituir la responsabilidad que corresponde a cada una de las partes, sociedad civil incluida. Lo contrario significa conceder la confianza absoluta a quienes plantean como interés único la refundación del capitalismo con un aparente cambio en las reglas de juego, algo que más parece un eslogan para dar confianza a su elite de sus náufragos que una voluntad seria de revisar la mecánica perversa de sus entresijos. Justamente ha sido la anorexia democrática fecundada con el dogma del pragmatismo neoliberal lo que ha favorecido que el mercado se consolidara como valor único e irremplazable.
El conflicto árabe-israelí, con uno de sus episodios más desmesurados por parte de Israel para mostrar ante Obama la medida de su poder y las improvisadas y ambiguas respuestas por parte de Occidente, se nos ha colado en nuestra perfomance post-navideña de las superrebajas de aquellos avanzados y anormales descuentos especiales en unos tiempos en que el comercio está vetado a los subsidiados por el paro, a saber si como aviso de la inconsistencia de nuestras actitudes. Salvo para conjurar efectos pasionales al amparo de un salón con calefacción allí donde Rusia no ha cortado el suministro, el hedonismo occidental, tan fecundo en vanidades como vacío en bondades, casa mal con la sangre de los palestinos y con esos otros refugiados en las listas de INEM tratando de huir de la NADA. No obstante, ahora ya sobran datos y experiencia como para no esconderse debajo del ala de la ignorancia sobre la longitud que separa la atmósfera de los salones y parlamentos de la diversidad de ventoleras que rugen afuera, los unos juntos con sus elites sumisas y los otros con su fragilidad pandémica. Dos caminos divergentes para un supuesto mismo objetivo llamado democracia no pueden conducir a buen puerto, y los hechos indican que ha llegado la hora de construir argumentos para empezar, al menos, a acortar distancias. La vida sigue, dicta el cinismo de quienes sólo han visto en esta crisis un inusual y pasajero temporal, pero lo deseable sería escoger por cuál de los caminos sigue. Si los niños ya no vienen de París, tampoco la democracia cae del cielo.
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Assumpta Roura es Escritora e investigadora
en Sociología de la Comunicación en la universidad de Montpellier
Ilustración de Jordi Duró
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