Opinión · Dominio público
Caridad mal entendida
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EVA MINTENIG
No me quito de la cabeza esas imágenes. Me refiero a las de supuestos trabajadores humanitarios disfrazando con vendas y tintura de yodo a niños africanos en aparente buen estado de salud para poderlos sacar más fácilmente de su país, rumbo al paraíso. El caso Arca de Zoé es, desde luego, escandaloso desde muchos puntos de vista. La organización fleta un avión para ir a Chad, engaña a trabajadores locales y a familiares de 103 niños con promesas de escuelas y atenciones sanitarias cercanas a sus domicilios, secuestra y disfraza sin escrúpulos a esos niños y, saltándose a la torera todo tipo de
reglamentaciones, controles y leyes nacionales e internacionales, programa un vuelo feliz a Francia. Allí, numerosas familias aguardan en el aeropuerto.
No dudo de las buenas intenciones de la mayoría de las familias de acogida. También las engañaron. Creyeron que, con su dinero y sus atenciones, lograrían que los niños, vendidos como huérfanos del conflicto de Darfur, disfrutasen de mejores vidas y oportunidades.
Pero saltó el escándalo. La policía impidió la salida del avión y detuvo a los cooperantes, a la tripulación y a tres periodistas. Precisamente uno de ellos, Marc Garmirian, de la agencia Capa, sospechaba ya de los extraños métodos de Arca de Zoé. Repasen los vídeos, accesibles en Internet, de las entrevistas que Garmirian grabó mientras la operación estaba en pleno desarrollo. Preguntaba a los responsables de la ONG: “¿Por qué hacen esto de esta manera, saltándose las reglas que rigen para todos los demás?”. Los que responden le miran con cara de hastío, como diciendo: “Y éste, ¿de qué va?”. Y contestan: “Porque lo otro no funciona”.
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Rápidamente se descubrió que la mayoría de los niños no eran huérfanos y que gozaban de buena salud. Hubo manifestaciones y gritos contra los pedófilos occidentales. Y entonces apareció Sarkozy, el presidente francés. ¡Cuánta testosterona en tan poco cuerpo! ¡Cuánta grandeur! Sarko, en un par de horas, se llevó a las azafatas españolas y a los periodistas. Revisen otra vez, por favor, las imágenes de Sarkozy llegando a Chad, entrevistándose con el presidente del país y marchándose con su tesoro. Observen el lenguaje no verbal: lo dice todo. El rescate de Sarkozy se llevó a cabo en virtud de un acuerdo firmado con Chad en 1976, según el cual, todo cooperante que haya cometido un delito en uno de los dos países sería juzgado en su país de origen. Me pregunto cuántos cooperantes de Chad habrán delinquido en Francia en estos 30 años. El acuerdo es claramente colonialista, vamos. Pero resulta que el mundo, en estos 30 años, ha cambiado, poco o mucho.
Inmediatamente después de despedir a su homólogo francés, el presidente de Chad se dio cuenta de la pifia y sus ministros se apresuraron a declarar que los culpables del atropello, por llamarlo de alguna manera, serían juzgados en los tribunales del país y cumplirían las condenas en sus cárceles. Sarko lo complicó todo diciendo que él mismo volvería a Chad para repatriar a los encausados. Afortunadamente, mientras todo esto sucedía, el Ministerio de Asuntos Exteriores español, con Moratinos al frente, se empleaba a fondo en realizar las gestiones pertinentes para lograr la liberación de los tres tripulantes españoles, que habían sido exculpados en la última declaración del responsable de la ONG, Éric Bréteau. Los tripulantes llegaron anoche a la base militar de Torrejón de Ardoz. No hay nada más enigmático que la diplomacia, un arte que siempre ha huido de los titulares. Sin embargo, el de ayer era inevitable: poco después de la salida de los españoles de Chad, Moratinos anunció que España financiará la educación de los 103 menores envueltos en el caso. Como en todos los secuestros resueltos favorablemente, ahora hablaremos del rescate.
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Paso por alto otras cuestiones, como la discusión política, en Francia y en España, sobre qué líder es más fuerte o más débil; la preocupación de la ONU y de la Comunidad Europea sobre cómo afectará el asunto a futuros despliegues militares de pacificación en países africanos; y lo peor: se pone en entredicho el inestimable esfuerzo de muchas ONG para aliviar de verdad la miseria en que vive gran parte de la población mundial, privada de cosas tan elementales como el acceso al agua potable, la sanidad o la educación.
A mí lo que me interesa es el destino de otros miles de niños y niñas que viven en condiciones precarias, que son huérfanos de verdad, que necesitan ayuda. En el mundo desarrollado, muchas parejas quieren adoptar o acoger a estos niños. En España, y en la comunidad europea, las leyes de adopción nacional son muy estrictas porque priman ante todo los derechos de las familias biológicas y, si éstas tienen problemas, se intenta paliarlos.
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Estamos orgullosos de vivir en países donde prevalece el Estado de derecho, pero éste conlleva ciertos peajes. Uno de ellos es el sacrificio de las necesidades y los sentimientos de parejas con dificultades para tener hijos, en beneficio de gente poco privilegiada y de sus descendientes.
En la Comunidad de Madrid, más de 4.500 menores están tutelados por la Administración autónoma, bien sea en centros o en familias de acogida. En Catalunya se adopta cada año una media de 120 menores abandonados o acogidos en centros. Las leyes para adoptar niños de aquí son restrictivas, y muchas parejas acuden a la adopción internacional. Cualquier acción que sirva para mejorar el futuro de un niño me parece encomiable, excepto el comercio. Los países donde hemos adoptado los últimos años han endurecido progresivamente sus leyes, buscando el beneficio de los menores e intentando impedir el tráfico. No nos lamentemos por ello, aunque haya casos particulares muy dolorosos.
Eva Mintenig es periodista
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