Opinión · Dominio público
Las claves de un mito
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ANTONI GUTIÉRREZ RUBÍ
El mito no parará de crecer. La muerte –¿inesperada?– lo hace inmortal. Pero su universalidad global trasciende a la de un artista singular, único e irrepetible. Michael Jackson no dejaba indiferente y las claves para comprender su dimensión histórica solo las podremos ponderar con el tiempo. Más allá de admirarle o no como artista, de disfrutar o no con su voz, sus temas, su modo de bailar, sus actuaciones y sus videoclips, Jackson ha sido y será un incono de la modernidad. Era un artista y músico extraordinario, sí; pero sobre todo un icono del siglo XX.
El año pasado, en 2008, celebramos el vigésimo quinto aniversario de Thriller (1982), el álbum que revolucionó el pop con su música, producida por Quincy Jones, y por sus vídeos musicales, dirigidos por John Landis. El disco más vendido de la historia, con más de 100 millones de copias y 60 discos de platino, le convirtió en rey. La expectación era máxima el 13 de julio de este año para volver a ver el regreso de Jackson a los escenarios, después de vivir virtualmente como un recluso, arruinado y abandonado, a pesar de ser exonerado en 2005 de cargos por abusos a menores.
Jackson estaba gravemente enfermo, sufría de fuertes dolores en la espalda en su extenuante preparación física para cumplir con el ritual del retorno. La muerte, que muchas veces da sentido a la vida, ha evitado el morbo, la compasión o el ridículo, salvando a su héroe, una vez más.
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Las claves de su dimensión global hay que buscarlas en el talento, la tragedia, la universalidad y la excentricidad.
El talento. El artista que ganó 13 premios Grammy (el primero cuando tenía 20 años) será, definitivamente, el rey del pop. Con una base de talento innata, un estilo propio inconfundible, una gran profesionalidad y una exigente capacidad de trabajo, Jackson llegó a lo más alto rompiendo esquemas. Integró baile y música en una concepción cinematográfica de la coreografía. Su precocidad fue extraordinaria; el sentido del ritmo, natural; la creatividad, desbordante.
La tragedia. Michael fue príncipe antes que rey. Él, el más pequeño, era el más grande en el escenario, el centro de atención de los Jackson Five. Una vez afirmó que “yo nunca tuve ese algo que ustedes llaman infancia”, aunque le viéramos crecer, forzado por la ambición familiar, por televisión. “Si no tienes ese recuerdo de amor de la infancia estás condenado a buscar algo por todo el mundo para llenar ese vacío. Pero no importa cuánto dinero ganes o lo famoso que te vuelvas, siempre seguirás sintiéndote vacío”. El vacío era, precisamente, su estado anímico. Adorado por millones de personas, quizás no fue capaz de amar y ser amado por tan sólo una. El niño que no quería crecer no dejaba de repetir: “Soy Peter Pan en mi corazón”.
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La universalidad. Su muerte no ha hecho más que confirmar que Michael Jackson es una de las marcas universales de referencia, como lo demuestra la reacción en Internet. En Google encontramos más de 45 millones de referencias a Michael Jackson. El popular buscador también ha publicado una nota de prensa en la que confiesa que “durante la madrugada de hoy, más de 50 de las 100 búsquedas destacadas en Estados Unidos fueron para el rey del pop, así como de las letras de sus canciones”. Si hasta la noche de ayer había centenares de grupos y páginas de apoyo al cantante en redes sociales como Facebook, estos grupos se han multiplicado exponencialmente al conocerse su muerte. En solo uno de ellos, creado justo después de morir, ya cuentan ahora, mientras escribo este artículo, con casi 100.000 miembros. En unas horas.
También es tema del día en Youtube, donde incluso han creado una sección especial en su web con todos los videoclips del músico. Y en el denominado trending topic de Twitter (aquello de lo que más se habla), en el día de hoy, los tres primeros puestos hacen referencia al fallecimiento del cantante.
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La excentricidad. Huía de su cuerpo, de su color, de su edad. Pasó los últimos años prisionero del disfraz permanente y de la sobreprotección. Su realidad debería de parecerle insoportable, por eso el refugio era la tortura física y estética junto a la fantasía y la ficción, casi la enajenación. “Lo maravilloso de una película es que puedes convertirte en otra persona. Me gusta olvidarme de quién soy”, dijo recientemente. Su huida era percibida como suicida para la mayoría. No debe extrañarnos que fuera precisamente Lou Ferrigno, actor que dio vida al Increíble Hulk en la pequeña pantalla, el que le preparaba físicamente para su regreso. La frontera entre la realidad y la ficción hacía mucho tiempo que se había desdibujado en su cabeza.
Una vez dijo que las personas que a las que más admiraba en el mundo eran Fred Astaire y Gene Kelly. Cuando les conoció sintió, quizás por primera vez, el calor fraterno: “Fue una fantástica experiencia, porque yo sentía que había sido aceptado en una fraternidad informal de bailarines”. Jackson será también parte de nuestra historia personal porque nos ha liberado de los complejos. Toda una generación (y las que vendrán) ha bailado, imitándole. No sentíamos pudor ni rubor, bailábamos como zombis, éramos libres. Incapaces de repetir el increíble paso
“moonwalk”, nada nos impedía intentarlo mil veces sin sentimiento de culpa. Gracias, Michael Jackson, por hacernos bailar, que es el lenguaje de la amistad, del deseo, de la diversión.
Nos cuenta una periodista que otra reina –melómana pero no artista– afirma rotundamente: “¿Abdicar? ¡Nunca!... A un rey sólo debe jubilarle la muerte. Lo deseable... es que el rey muera en su cama y alguien diga: el rey ha muerto, ¡Viva el rey!”. Michael Jackson tampoco ha abdicado de su cetro ni ha claudicado de su mito. Pero a él nadie podrá sucederle. Sólo podremos imitarle.
Antoni Gutiérrez Rubí es asesor de comunicación.
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