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Opinión · Dominio público

Tierra escasamente santa

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La primera noche que pasamos en Jerusalén salimos por la ciudad vieja en busca de algún lugar agradable donde cenar algo. No tardamos mucho, a través del laberinto de callejuelas estrechas y empedradas, en dar con una pequeña taberna en un patio sin salida, medio oculta por un arco. Como polillas atraídas por la luz, nos encaminamos directamente hacia allí sin mediar palabra, respondiendo a la llamada de las luces de colores intermitentes y la ristra de papá noeles colgados como pimientos a secar. Y es que en Jerusalén no abunda la decoración navideña. También es justo reconocer que nos atrajo su terraza con estufas exteriores, el edén de todo fumador. Pedí dos copas de vino y la carta a un solícito camarero, que con una gran sonrisa me preguntó:

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—¿Vino israelí o palestino?

Claro que yo tenía mis inclinaciones y prejuicios para decantarme, pero en las pocas horas que llevábamos allí mi acompañante ya había tenido ocasión de amonestarme con que no le amargara el viaje con mis opiniones políticas, porque estábamos de vacaciones. Y tampoco era cuestión de desencadenar un conflicto internacional por una copa de vino. Así que durante un momento de tenso silencio que se hizo eterno, me sentí como el protagonista de una película cuando duda entre cortar el cable rojo o el azul para desactivar la bomba. ¿Acaso saben las uvas si son palestinas o israelíes? ¿Su sabor es diferente?

Tuve temprano conocimiento del conflicto palestino-israelí con ocasión de las reuniones preparatorias en Madrid para la firma de los acuerdos de Oslo de 1993. En la ikastola donde estudiaba debieron de juzgar aquel acontecimiento lo suficientemente trascendente como para hacer un alto en el currículo académico y dedicarle unas cuantas sesiones monográficas. Hicimos un concurso de murales, en los que pintamos palomas de la paz portando una rama de olivo, soles sonrientes y arcoíris, un niño israelí y otro palestino felices de la mano, esos tópicos infantiles. Mi optimismo idealista y mi ingenua ambición de entonces me hacían ver una solución evidente, que no pasaba por la creación de dos Estados (algo descartado a simple vistazo cartográfico), sino por un único Estado aconfesional y binacional, con un gobierno consociativo, semejante al del Líbano previo a la guerra o el de Bélgica. Claro que israelíes y palestinos no son flemáticos belgas, y hay una tierra considerada sagrada, poco más que un desierto, en disputa. Un espacio común y dos historias paralelas en las que se acumulan innumerables sedimentos de agravios y rencores, del mismo modo que el ángel de la historia de Walter Benjamin, al volver la vista atrás, solo hallaba montañas de cadáveres. Dos sociedades cuya identidad se erige sobre sendos traumas colectivos fundacionales: el Holocausto, la Nakba. Constituidas ambas por la herida.

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Salí airosa de aquella primera noche en Israel con la elección del vino. La familia que regentaba el pequeño restaurante era palestina cristiana (de ahí tanto Papá Noel), atrapados entre dos fuegos, nos hicimos amigos y acabamos cenando allí todas las noches. De regreso de aquel viaje (al final del cual mi acompañante acabó sacando sus propias conclusiones políticas, a fuerza de cruzar check-points, muros y alambradas para ir y venir de Cisjordania, y ser testigo de quién soporta la injusticia), me obsesioné tanto que durante meses no hice sino empaparme de lecturas y hablar con todo aquel que pude para comprender mejor lo que había visto. A punto estuve de dejarlo todo porque solo quería regresar, con alguna organización internacional, como cooperante, ayudar de algún modo. Y al final la única conclusión que saqué es que cuanto mejor conoces un problema, más difícil te resulta hallar su solución.

Regresan las voces reclamando el reconocimiento de dos Estados, como si esa idea fuera nueva y no fuese a suponer más décadas de guerra solo por trazar unas fronteras. Porque un Estado necesita del control sobre un territorio, y no dos territorios menguantes e incomunicados entre sí, cuyas delimitaciones han sido establecidas unilateralmente por el otro que ni siquiera las respeta. Un Estado necesita un censo de ciudadanos, y la mayoría de los palestinos hace ya tiempo que viven fuera de Palestina. Algunos líderes internacionales me recuerdan con sus propuestas a tontas y a locas a mí cuando era una niña ilusa.

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No vengo a hacer sesudos análisis geopolíticos hoy, porque nada se puede añadir tras la infinidad de ríos de tinta que ya han vertido todos los conocedores y especialistas, inanes para detener las matanzas, y cuando tanto horror te deja muda. Apenas puedo constatar mi decepción con el género humano, y los líderes psicópatas e incapaces que eligen para gobernarse. Los informativos recogen estos días frecuentes testimonios de gazatíes dispuestos a inmolarse y permanecer en sus hogares frente a las bombas. Cuando estuve allí, en cambio, sólo escuché historias de gente que soñaba con escapar como fuera de un lugar en el que sabían que no tendrían oportunidades ni futuro, en busca de una vida mejor.

He estado viendo estos días una serie documental sobre la historia de ese extraño fenómeno químico que es la vida en nuestro planeta y sus innumerables formas, maravillada, a veces aterrorizada, y confirmando lo que ya intuía: que somos unos recién llegados con ínfulas en esto de dominar la tierra, unos nuevos ricos que se creen con más derecho que nadie. Mucho antes que nosotros, durante millones de años, las medusas reinaron en el océano y el musgo en tierra firme, y quién sabe si no fue aquel un mundo mejor (al menos hasta que los artrópodos salieron del mar para colonizar los bosques, y se convirtieron en gigantescos milpiés de más de tres metros que daban bastante repelús, mucho antes de los dinosaurios). En el capítulo introductorio, la voz serena de Morgan Freeman recordaba las tres leyes fundamentales de la vida: la existencia de un entorno con las condiciones aptas para el desarrollo de la misma, la supervivencia de los mejor adaptados a ese entorno y la lucha constante por dicha supervivencia. Durante los siguientes capítulos y a través de sucesivas extinciones masivas, me harté de ver infinidad de animales fantásticos, grotescos y ya desaparecidos que evolucionaban desarrollando mejores aptitudes depredadoras, mientras sus presas iban desplegando mayores ingenios para no ser cazadas. También vi miembros terribles de la misma especie luchando a muerte entre sí por el control de territorios y recursos.

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No soy amiga de las teorías biologicistas que aún hoy se empeñan en equiparar las reglas de la naturaleza con las humanas y sociales, como un Peterson que sermonea sobre langostas para negar la igualdad de género. Porque es cierto que llevamos escaso tiempo poblando el planeta, y nuestras cualidades físicas adaptativas dejan bastante que desear (sólo se me ocurre un animal más torpe que el homo sapiens: el oso panda); carecemos de poderosas garras y colmillos para atacar, o de un caparazón impenetrable que nos defienda; no nos reproducimos por esporas ni a través de miles de huevos, y sin embargo aquí estamos, como una plaga dispuesta a acabar con todo. Nuestras carencias las hemos suplido con la razón, que nos permite conocer y conocernos, dotarnos de una ética, desarrollar cultura y tecnología para escapar del imperio legislativo de la jungla, y en eso hay que reconocer que somos hasta el momento únicos.

Y sin embargo seguimos depredando hasta agotar todos los recursos y continuamos haciéndonos la guerra. Arqueólogos y forenses han datado recientemente lo que se considera ya la “primera gran guerra europea” en una fosa precisamente aquí, en territorio alavés, repleta de cientos de esqueletos con evidencias de muerte violenta de hace unos 5.000 años, mucho antes de cualquier otro indicio registrado hasta la fecha. Filósofos y pensadores políticos llevan más de 2.000 años reflexionando y escribiendo acerca de cómo ponerle fin al peor mal de la humanidad, pero está visto que aún no hemos dado con la solución. Creamos la cultura, pero con ella inventamos dioses y naciones por las que seguir matándonos más y mejor; lo sagrado con la única intención de profanarlo. Desarrollamos una impresionante tecnología para hacernos la vida más fácil, pero con ella concebimos modos de asesinarnos más eficaces, a larga distancia, de forma más masiva. Aún sigo preguntándome cómo se ha podido inventar antes el silenciador para las armas que para los martillos hidráulicos o los taladros.

Frente al Estado omnímodo garante del orden y la paz, Hobbes planteó como hipótesis un estado de naturaleza en ausencia de aquel, donde los hombres se verían obligados a luchar permanentemente entre sí como lobos compitiendo por recursos y su propia supervivencia. Aclaró que en ningún caso se trataba de un estadio histórico previo al origen de las comunidades políticas, limitándose a establecer una analogía con las relaciones internacionales de los albores de la modernidad que le tocó vivir, cuando, en ausencia de un poder arbitral superior, los Estados guerreaban permanentemente entre sí. Durante siglos innumerables pensadores cavilaron sobre la posibilidad y la forma atribuible a esa organización internacional capaz de asegurar la tan ansiada paz perpetua. Tal vez tenga razón Netanyahu al pedir la dimisión de Guterres (como si a Israel alguna vez le hubiera importado lo que diga la ONU), constatada una y otra vez la incapacidad de esa organización internacional para la paz.

El darwinismo social del último tercio del XIX revivió mucho del espíritu hobbesiano, convirtiendo un liberalismo que en sus inicios había proclamado la igualdad y la libertad de todos los individuos y sus derechos en una competición desalmada por la vida, donde solo los más fuertes sobrevivirían y cualquier injerencia del Estado en pos de la justicia social constituiría un flagrante atentado contra la ley natural. Menos mal que el anarquista Kropotkin les enmendó la plana defendiendo que la cualidad adaptativa del ser humano no era la competición y la lucha por la supervivencia, sino su capacidad para la empatía y la cooperación, el apoyo mutuo.

El género de terror en el que se han convertido los informativos de un tiempo a esta parte me lleva a pensar, sin embargo, que tal vez, después de todo, sí estemos hechos de ambas realidades contradictorias, y que somos animales bifrontes trágicamente desgarrados entre el sueño de la paz y la práctica de la guerra, entre el impulso del amor y el del odio y la violencia. Que la razón, la ética y la cultura poco puedan finalmente frente a la maleza de la selva que acaba por engullir tarde o temprano toda construcción humana, reducida a ruinas.

El sábado 7 de octubre nos despertamos con la impactante noticia del ataque de Hamás a posiciones israelíes, y la brutalidad de las primeras imágenes que iban llegando en medio de la confusión. Ese mismo día un gran terremoto en Afganistán acabó con la vida, según las primeras estimaciones, de al menos un millar de personas, suceso del que no hemos vuelto a tener noticia porque a quién le importa la vida de mil afganos ahora que Afganistán ya no le importa a nadie. Tras aquellas primeras jornadas, hacía ya tiempo que en los medios tampoco hablaban de Iván Illarramendi, el vasco desaparecido en un kibutz durante los ataques, hasta que la semana pasada confirmaron, un mes después, el peor de los desenlaces. No quise oír pero oí en alguna parte que había sido quemado vivo.

Hacía más tiempo aún que yo no pensaba en él: Iván, mi compañero de ikastola, mi vecino del barrio, mi gran amigo de adolescencia. Desde que dijeron su nombre y yo salté del sofá, he pasado un mes buscando información (¿tal vez se trataba de otro Iván?, confiaba), mirando fotografías, escarbando en lo más hondo de mi memoria para desenterrar recuerdos del tiempo que pasamos juntos, como si todos esos retazos, cuantos más mejor, sirvieran para completar el puzle de una persona y mantenerlo con vida, devolverlo a la vida.

Apenas he podido recuperar reliquias fugaces de aquel tiempo lejano y brumoso, como si hubiera sido un sueño aunque sé que no lo fue, igual que esto de ahora tampoco es una pesadilla de la que vaya a despertar. Cierro los ojos y vuelvo a ver un portal, una plaza, un sofá verde, un litro de cerveza, un autobús, un colgante en el cuello y una mancha en la piel; una hoja de cuaderno donde firmamos un pacto que nunca cumplimos. La polaroid de una mirada y una sonrisa amplia. Probablemente pinté con él alguno de esos murales infantiles para celebrar la paz entre israelíes y palestinos hace ya treinta años, qué broma macabra. Sí recuerdo bien que fue el primer chico con el que fui al cine, pero eso lo tengo grabado por la reprimenda que me esperaba esa noche al volver a casa por parte de mi muy conservadora abuela, que juzgó aquello profundamente inmoral.

He vivido las últimas semanas obsesionada con lograr recordar qué película fuimos a ver, como si de ese nimio detalle pendiera toda la esperanza. He revisado la cartelera de aquel año, confiando en una iluminación. Encuentro títulos que sé que vi con mi padre o amigas, pero detrás de ningún cartel cinematográfico se me aparece Iván, y casi siento que lo que ahora sabemos es culpa mía por no haber sido capaz de recordar. ¿Pulp Fiction, tal vez? Ojalá mi abuela siguiera viva para poder hacerle ver que no había nada de inmoral en ir con un amigo al cine; que lo absolutamente inmoral es su muerte, y con la suya, la de miles de palestinos inocentes, que en nada le resarcen y solo añaden dolor, arrojan más sombra, cavan cada vez más hondo en una tierra maldita de sangre.

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