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Opinión · Dominio público

Más secretario que general

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LUIS MATÍAS

Pasado el ecuador de su mandato de cinco años, ¿cuál es el balance de la labor del secretario general de Naciones Unidas, el surcoreano Ban Ki-moon? ¿Debe ser reelegido? Antes de analizar la cuestión, conviene recordar algunos aspectos de la historia y el funcionamiento de la organización.

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La ONU se creó en 1945 para perpetuar el dominio de las potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos, Rusia (estas dos sobre todo), Reino Unido, Francia y China. Los cinco se reservaron un asiento permanente y con derecho a veto en el Consejo de Seguridad, donde se toman las decisiones destinadas a mantener la paz y la seguridad internacionales. La Asamblea General, que integra a todos los Estados miembros (51 al inicio, 192 hoy) debe referir al Consejo las cuestiones en las que se requiera pasar a la acción.

Transcurridos 64 años está claro que el mundo habría ido aún peor de no existir la ONU. No es un Gobierno mundial regido por el consenso y la armonía, pero ha puesto en marcha un complejo entramado que vela, a veces infructuosamente, por la estabilidad económica, la salud, los refugiados o la infancia, la promoción de la educación gratuita y universal, la lucha contra el hambre, la resolución de los conflictos, el respeto de los derechos humanos, la persecución del genocidio y los crímenes de guerra o la lucha contra la proliferación nuclear.

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El secretario general tiene dos funciones: 1) la de secretario, es decir, dirigir la burocracia de la organización. Y 2) la de general, o sea, representar a la ONU ante la opinión pública, mediar en los conflictos, desactivar las crisis, dirigir las misiones de paz y liderar la lucha contra los grandes retos de la humanidad. Debe ser un funcionario capaz de lidiar con un complejo organigrama con ramificaciones en todo el mundo, y un diplomático excepcional con grandes dotes de mando y capacidad de iniciativa.

Las potencias, que quieren tener las manos libres, han buscado más el perfil de un secretario que el de un general, pero cierto sentido del equilibrio ha reservado el puesto a representantes de países pequeños o medianos, con frecuencia neutrales o no alineados, que se han resistido a seguir la estela trazada por Washington o Moscú. De los siete predecesores de Ban Ki-moon (el noruego Trygve Lie, el sueco Dag Hammarskjold, el birmano U Thant, el austriaco Kurt Waldheim, el peruano Javier Pérez de Cuéllar, el egipcio Butros Gali y el ghanés Kofi Annan), fue Hammarskjold el que (con acciones como la intervención internacional en Congo) más fortaleció la figura del secretario general. Y es Ban Ki-moon, probablemente, el que ofrece un perfil más plano que se resume en una frase que le persigue como una maldición: es más secretario que general.

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George Bush terminó más que harto de las molestias que le causó Kofi Annan (especialmente en su aventura iraquí) y se aseguró de que no ocurriese lo mismo con su sucesor, con la aquiescencia de Rusia y China. La jugada salió redonda. El secretario general apenas ha molestado ni a Rusia por la guerra de Georgia, ni a China por su actitud ante el conflicto de Darfur, ni a EE UU por Irak, ni a Israel por la invasión de Gaza, ni siquiera a Robert Mugabe por destruir su propio país. Tampoco ha avanzado hacia una reforma del Consejo de Seguridad que, al menos, ampliase el club de los cinco con derecho a veto a países como India, Japón, Brasil o Alemania.

Donde Ban Ki-moon se ha mostrado más eficaz ha sido en la lucha contra el cambio climático. Ahí ha echado el resto, intentando hacer confluir intereses contrapuestos para desactivar una de las mayores amenazas a las que se enfrenta la humanidad. Una tarea a la que acaba de incorporar como asesores a un grupo de multimillonarios entre los que se encuentran el mexicano Carlos Slim y el indio Ratan Tata. Otra de sus prioridades ha sido la lucha contra el hambre y la pobreza, pero de su capacidad de convocatoria da idea el absentismo de los grandes líderes en la reciente cumbre sobre la crisis financiera internacional. Su llamamiento a favor de ayudar a los países en vías de desarrollo fue un grito sordo que cayó prácticamente en el vacío. Ban Ki-moon no ha adquirido la autoridad moral ni el carisma (tal vez porque esas cualidades o se tienen o no se tienen) que le permitirían alzar la voz contra los poderosos en beneficio de los débiles.

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En el último año se han sucedido los análisis e informaciones que presentan a Ban Ki-moon aislado en una burbuja en la que sólo entran los miembros de su círculo más íntimo de asesores surcoreanos, sordo ante la discrepancia, tan indeciso que cae constantemente en la inoperancia, trabajador infatigable obsesionado en contabilizar el número de horas trabajadas, las conferencias a las que asiste, los miles de kilómetros recorridos… pero sin la capacidad de iniciativa y liderazgo que debería ser consustancial con su cargo. Ni siquiera parece dar la talla para dirigir una imponente fuerza internacional (hasta no hace mucho bajo control del Consejo de Seguridad) de 113.000 cascos azules y personal civil (el doble que hace sólo 15 años) desplegados en 18 misiones de paz por todo el mundo, desde Cachemira, a Chipre, los Balcanes, Líbano o el Congo.

Puede que Ban Ki-moon no dé la talla. O que aún esté por revelarla. Pero a día de hoy no parece probable (ni sería justo) que reuniese en 2011 el consenso necesario para su reelección, que debe estar respaldada por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad. Sin embargo, no parece correr peligro de que le ocurra como al egipcio Butros Gali, al que vetó Bill Clinton. Su pecado: la independencia de criterio.

Luis Matías López es periodista

Ilustración de Miguel Ordóñez

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