Opinión · Dominio público
Afganistán en perspectiva
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Pere Vilanova
Como es lógico, conforme se ha ido acercando la jornada electoral han ido creciendo las expectativas en relación a las elecciones afganas, los medios de comunicación de medio mundo han viajado a Kabul, y como era inevitable, el número y la gravedad de los incidentes han ido en aumento. Precisamente por ello, vale la pena señalar algunas referencias para que el lector medio, que no tiene porque estar muy familiarizado con el tema de Afganistán, tenga alguna información útil más allá de lo que los periódicos, televisiones, radios e Internet aportan estos días sobre las elecciones y los incidentes que las acompañan.
Ante todo, el contexto histórico. Es necesario alejarse lo más posible de la coyuntura si el peso de esta nos ha de llevar a la confusión, por ejemplo pensando qué aspectos de lo que pasa estos días en Afganistán son inéditos, o simplemente nuevos. Afganistán es un país especial, y ello se hace notar en muchos de los rasgos peculiares de la sociedad afgana. No hay un Afganistán, hay varios afganistanes, y siempre ha sido así. Por ejemplo, es uno de los pocos, poquísimos Estados del mundo actual que no tiene pasado ni herencia colonial, en el sentido estricto que damos a ese término en el caso de los estados surgidos de la descolonización desde 1945 a nuestros días. Curiosamente, es el primer estado con el que la Unión Soviética, en 1923, recién nacida y recién salida de su propia guerra civil, estableció relaciones diplomáticas y un Tratado de Buena Vecindad que se mantuvo durante más de 50 años. ¿Por qué? La verdad es que no lo sabemos. Abortados los varios intentos de penetración de unos y otros, incluidas las tres guerras británico-afganas, Afganistán es, junto con Tailandia y algún otro caso, del exclusivo club de los no-colonizados.
Ello hace que en la memoria colectiva de ese país exista una percepción difusa pero muy consistente de la diferencia entre los afganos y los que están de paso. Se trata de una percepción complicada porque el afgano medio no suele identificarse explícitamente con el concepto Afganistán (excepto por supuesto en los medios urbanos educados), sino que –como sucede en otros sitios– sus lealtades individuales pueden ser múltiples y estar ordenadas de modo volátil: Islam, grupo étnico, grupo lingüístico y, dentro de ello, lealtad tribal y lealtad a su clan. En muchos casos, lealtad “a su valle”, que es el ámbito de localización social que conoce bien y no le plantea dudas. Ello, como verá quien sepa leer los resultados electorales, tiene relación con las elecciones. Y ya que estamos en el contexto histórico; lo que sucede estos días tiene que ver con otra cuestión. Afganistán está en guerra civil (esto es: afganos luchando contra afganos) de modo recurrente e ininterrumpido desde 1973, cuando Daud dio un golpe de Estado (de orientación prosoviética) contra su tío el rey Zaher Shah, acabando así con varias décadas de monarquía que los afganos de hoy afirman recordar como la más larga época de estabilidad y tranquilidad social que ha conocido el país. Esta larga guerra civil, muy brutal, ha convivido o ha servido de sustrato para varias intervenciones internacionales: la de los soviéticos desde 1979 a 1989; la de los talibán, que en origen fueron una operación import-export venida de Pakistán; la de la actual coalición internacional desde finales de 2001. Observe el lector que la línea de continuidad es la guerra civil; y las etapas discontinuas y de duración desigual –pero de momento de no más de diez años– son las sucesivas intervenciones internacionales. Todo esto, sin tanta explicación, lo saben los afganos, del primero al último. Los que lo han vivido y los más jóvenes. Ello también tiene que ver con los comportamientos electorales en curso.
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Por tanto, cuando se analice lo que pase en Afganistán, deberá tenerse en cuenta todo esto para no incurrir
en algunas derivadas que puedan convertirse en errores de cierto calado. Un ejemplo: estos días la prensa se hacía eco de la toma de posesión del nuevo secretario general de la Alianza Atlántica, el danés Anders Fogh Rasmussen. Es una noticia de mucha importancia, porque puede venir a cerrar una etapa cuyo balance es complejo, y puede abrir una etapa de grandes oportunidades: desde cómo abordar la elaboración del Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN, a cómo diseñar y sentar las bases de un sistema europeo de seguridad integral, pasando por las relaciones con Rusia, la estabilización del Cáucaso y un largo etcétera que por supuesto debe incluir Afganistán como una de sus grandes prioridades. Pero cuidado, algunos analistas y medios, además de algunos líderes políticos, parecen pensar que Afganistán es el test exclusivo de credibilidad, la única prueba en la que la OTAN se juega su futuro o, por ejemplo, que la OTAN se confirmará en Afganistán como el pilar de la seguridad global o fracasará, todo esto es poco prudente, por decir algo.
Las elecciones son importantes y son una parte de la solución, no la solución de todos los problemas afganos. Son esenciales para la llamada afganización, pero esta no se acaba en unas elecciones medianamente correctas, que no resuelven por sí solas la lucha contra la corrupción, contra la pobreza, y por ello, el comportamiento de la clase política surgida de estas elecciones y las del año próximo será lo esencial. La cuestión principal es hasta qué punto los propios afganos ven en estas elecciones una oportunidad para ir avanzando en la buena dirección, esto es, que mejoren sus condiciones de vida. Que mejoren en terrenos concretos y medibles: más seguridad física, más trabajo, más presente cotidiano y más futuro para ellos y para sus hijos. Que vayan a votar, en condiciones nada fáciles, será en sí mismo una señal extraordinariamente positiva.
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Pere Vilanova es Catedrático de Ciencia Política y analista en el Ministerio de Defensa
Iustración de Javier Olivares
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