Opinión · Dominio público
Secreto bancario y paraísos fiscales
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Joaquim Sempere
El secreto bancario, según recientes palabras del secretario general de la OCDE al ministro de Economía de Luxemburgo, garantiza “la confianza de los ciudadanos en la protección de su privacidad”. Si es así, ¿qué ocurre conmigo y con millones de asalariados de la empresa privada y de las administraciones públicas? Quienes pagan nuestros salarios e ingresan en las cuentas públicas las deducciones por IRPF y cotizaciones de la Seguridad Social –empresarios privados o administraciones– lo hacen a plena luz del día. Nuestras cuentas personales son perfectamente transparentes y nada, o casi nada, de lo nuestro escapa del control de Hacienda. Incluso, en determinadas circunstancias, la autoridad puede embargar el importe de sanciones y multas de nuestras cuentas sin nuestro consentimiento. ¿Somos víctimas de una gigantesca violación de nuestra privacidad, de una inaceptable operación Gran Hermano?¿O tal vez lo que debe sorprender sea lo otro, el secreto bancario? Como es bien sabido, el secreto bancario es un procedimiento para que las rentas del capital y las remuneraciones no salariales cuyos beneficiarios decidan no declarar a Hacienda hallen un cobijo seguro, y así puedan incurrir en el fraude fiscal. Ya sé que el fraude fiscal a veces es un deporte practicado también por gentes con rentas modestas en el mundo de los autónomos, algunos profesionales y empresarios modestos, etc. Pero el gran agujero negro de la defraudación fiscal procede de las rentas del gran capital. La desregulación neoliberal de los últimos decenios ha dado alas a una práctica vieja.
De todos es sabido, por lo demás, que la libertad del capital para moverse sin obstáculos por el mundo entero detrae recursos de los estados y genera un grave desequilibrio entre un poder económico sin fronteras y un poder político encerrado entre las fronteras estatales, cada vez con menos recursos para hacer frente a sus responsabilidades hacia la ciudadanía y más vulnerable al chantaje del gran capital. La desregulación neoliberal ha sido un factor determinante en la crisis de la política por el hecho de socavar la capacidad de los poderes públicos para hacer políticas al servicio de la ciudadanía. Los llamados paraísos fiscales se aferran al secreto bancario. Se trata de centros financieros extraterritoriales (offshore) con baja o nula tributación, secretismo, sin intercambio efectivo de información con los demás países, en particular con aquellos de donde proceden los capitales que se refugian en ellos, y sin exigencia de actividad económica local para disfrutar de exenciones fiscales. Según cálculos moderados de la Tax Justice Network, en los paraísos fiscales recalan unos 12 billones de dólares. Juan Hernández Vigueras ha publicado recientemente varias obras (La Europa opaca de las finanzas, Los paraísos fiscales y Al rescate de los paraísos fiscales: la cortina de humo del G-20) que desvelan los mecanismos de esta estafa mundial y las complicidades de la trama.
Cuando algunos gobernantes del G-20 (como Sarkozy y Zapatero) anunciaron –de cara a la cumbre que iba a celebrarse en Londres en abril de 2009– que se iban a eliminar los paraísos fiscales y que la era del secreto bancario había terminado, sólo merecieron una sonrisa escéptica o despreciativa. Hoy, a los seis meses de la cumbre, ya sabemos que aquellos anuncios fueron, como dice Hernández Vigueras, una “cortina de humo”, y que todo ha quedado igual que antes. El sistema financiero mundial debe reglamentarse, como se dice y se repite no sólo desde posiciones radicales, sino también desde posiciones reformistas, neokeynesianas u otras. Mantener los paraísos fiscales y el secreto bancario equivale a mantener la libertad de movimientos del capital que ha originado la crisis. ¿Hay que restablecer el control de cambios? ¿Hay que poner una tasa al movimiento transfronterizo de capitales, como propuso Tobin? Para un profano en la materia como yo, parece sencillo eliminar los paraísos fiscales de una vez por todas, aunque las resistencias sean muchas. Doctores tiene la Iglesia para encontrar soluciones viables. Pero lo que parece claro es que el dinero tiene una función esencial en las actividades económicas de la gente corriente, en la producción, el consumo y el ahorro. Dejar que el dinero se concentre en pocas manos y sea manipulado para enriquecerse repentinamente con la especulación es un atentado contra los derechos de la inmensa mayoría, y no debería permitirse. Los movimientos de capitales, especulativos o no, pueden provocar la expropiación instantánea y masiva de millones de personas corrientes, el colapso de miles de empresas por falta de crédito, la evaporación fulminante de los ahorros de toda una vida. Recordemos el corralito de Argentina en 2002 o la ejecución de hipotecas impagadas de los últimos meses. No se puede dejar que unos cuantos codiciosos bien situados tengan la capacidad de jugar con el dinero, que siempre es, de un modo u otro, el dinero de todos.
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Vivimos en un espejismo individualista según el cual la riqueza dineraria es algo desgajado de la realidad social y del complejísimo entramado productivo, cuando en realidad no habría riqueza si no hubiera una cooperación –aunque sea no programada ni voluntaria– de millones de personas del mundo entero ligadas por complejas interdependencias en que están implicados producción, intercambio y consumo de muchos. Hace falta una regulación internacional para proteger el tejido delicado de las actividades humanas que hacen posible la vida, y en particular este lubricante tan útil –si se maneja bien– que es el dinero. Contra los gobiernos, que siguen protegiéndolos, habrá que lanzar la consigna de acabar con los paraísos fiscales y el secreto bancario. Recoger firmas u organizar consultas populares en los municipios podría ser una buena manera de empezar.
Joaquim Sempere es Profesor de Teoría Sociológica y Sociología Medioambiental de la Universidad de Barcelona
Ilustración de Patrick Thomas
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