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Opinión · Dominio público

Portugal ibérica

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Germán Ojeda

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Portugal, el Estado nacional más antiguo de Europa, sigue después de siglos debatiendo su vinculación con España, buscando su identidad, sin atreverse –como decía Pessoa– a dar un nuevo impulso a “la madre Iberia”. Lo hemos vuelto a ver estas semanas en la confrontación electoral y en la última encuesta sobre las relaciones entre ambos países, donde un 40% de portugueses se muestra partidario de la integración con España. Lo vimos también hace dos años, cuando José Seramago lanzó de nuevo la idea de un Estado común –Iberia–, expresión política de la pluralidad cultural e identitaria de las distintas nacionalidades peninsulares. Una integración siempre planteada por los grandes iberistas de ambos pueblos desde el siglo XIX, pero nunca impulsada por las fuerzas políticas y económicas, porque los portugueses siempre han mirado con recelo a España, a la vez que los españoles han ignorado, a la manera castellana –esa que, como decía Machado, “desprecia cuanto ignora”–, a Portugal.

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Recelos históricos, desconfianza mutua. A finales de aquel siglo escribían los hermanos Giner de los Ríos después de visitar Portugal que “esa desconfianza había llegado a tal punto que la generalidad de los mapas de las escuelas sólo representaba a Portugal y nunca a la Península Ibérica”. Y poco después otro gran iberista, Miguel de Unamuno, contaba la anécdota de que en la Universidad de Coimbra los médicos estudiaban los libros de Ramón y Cajal en francés para no hacerlo en español.

Y algo parecido puede decirse de España, que ha mirado desde la soberbia histórica a Portugal, ignorando, por ejemplo, que el idioma portugués se habla en los grandes continentes; que España dejó de ser una potencia imperial en el XIX mientras que ellos conservaron sus colonias en África y Asia hasta bien entrado el XX; que desde hace ahora un siglo –en 1910– Portugal es una república, pero nosotros vivimos en una monarquía; que, en fin, hace ahora 35 años brotó la revolución de los claveles, donde los militares del país vecino derrotaron pacíficamente la dictadura del profesor Oliveira Salazar y proclamaron una democracia social mientras en España las fuerzas armadas sostenían a la dictadura franquista. Pues bien, si nosotros hemos ignorado que Portugal ha anticipado muchas veces los tiempos del futuro, en la vida portuguesa sigue presente el antiespañolismo, como ha quedado demostrado en la campaña electoral para las elecciones legislativas de mañana, donde la candidata del partido conservador PSD, Manuela Ferreira, hizo bandera electoral del rechazo a la construcción del Tren de Gran Velocidad (TGV) que debe comunicar Lisboa con Madrid en el año 2013 sosteniendo que el TGV sólo beneficiaba a España. Además, echó más leña al fuego al declarar que “no le gustan los españoles mezclados con los portugueses” y que Portugal “no es una provincia española”.

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La derecha del país vecino ha vuelto a destapar los fantasmas del rancio nacionalismo antiespañol, y apoya que esos recursos para la alta velocidad vayan a las empresas lusas, critica las tímidas políticas sociales del líder socialista, José Sócrates, y propone más seguridad y menos impuestos. Mientras, el PS plantea avanzar en la conexión ibérica y profundizar en la modernización en un país donde de la brecha entre ricos y pobres es de las más altas de la UE y los salarios son más bajos, donde los fondos provenientes de Europa han sustituido a los antiguos flujos coloniales, las privatizaciones han arrasado con el sector público y la internacionalización económica ha permitido a España convertirse en el primer socio comercial y en el primer inversor, con 1.200 empresas instaladas en el país vecino que suponen el 50% de la inversión extranjera, mientras más del 30% del comercio exterior portugués se realiza con España. Pese a la llegada de fondos europeos, esa lacerante brecha social, los bajos salarios –que, junto con la emigración, permiten mantener controlada la tasa de desempleo–, las privatizaciones y los ajustes estructurales llevados a cabo por sucesivos gobiernos socialistas y conservadores no han sacado al país del atraso desde que en 1974 se produjo la revolución de los claveles. Estas son las razones por las que en Portugal una izquierda nueva y vieja –el Bloque y el PC portugués– se ha convertido –y es la excepción europea– en una fuerza muy importante que según las encuestas, va a tener más del 20% de representación y, por tanto, va a poder decidir la orientación del futuro Gobierno.

Portugal se dispone a abrir una nueva etapa histórica empujada por las fuerzas políticas de izquierdas que fueron desalojadas del poder una vez abortada la última revolución romántica europea. Esa izquierda internacionalista defiende las conexiones ferroviarias con España, las políticas públicas y el iberismo. Un iberismo que surgió con fuerza a los dos lados de la raya hace siglo y medio precisamente como respuesta a los intentos de desconectar por vía ferroviaria a ambos países; un iberismo que fue sobre todo cultural y que, como decían entonces los Giner de los Ríos, acabaría imponiéndose porque “lo que los intereses morales, sociales y políticos no consiguieron, van a ir lográndolo poco a poco los intereses mercantiles”.

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En efecto, Portugal es hoy definitivamente ibérica por razones económicas desde su entrada junto a España en Europa. Es un país cosmopolita, el alma ultramarina de España. Falta sin embargo, como decía Clarín, “que los pueblos hermanos y vecinos se conozcan mejor y por consiguiente se estimen más que hasta ahora”, lo que va a depender de que el nuevo Gobierno portugués y el español pongan juntos en marcha comunicaciones, instituciones culturales, académicas y empresariales para hacer avanzar “la madre Iberia”.

Germán Ojeda es Profesor Titular de Historia Económica de España y América en la Universidad de Oviedo

Ilustración de Miguel Ordoñez

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