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Opinión · Dominio público

26-J: nueva oportunidad para el cambio

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Antonio Antón

Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de 'Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos' (editorial UOC)

Para el 26J la ciudadanía tiene dos nuevos hechos relevantes para incorporar a la decisión sobre su voto y avalar el proyecto de país que prefiere. El primero, la actuación de las distintas formaciones políticas para iniciar o bloquear un nuevo ciclo político de cambio. La pugna por la  interpretación del significado de ese cambio y su representación y legitimación es crucial. El segundo, la probable y deseable mayor confluencia entre las fuerzas alternativas, en particular, el acuerdo para la presentación electoral conjunta de Podemos y sus actuales alianzas (En Comú Podem, En Marea, Compromís y otros como Equo) con Izquierda Unida-Unidad Popular (ampliable también con algunos como MES balear, Chunta aragonesista o Batzarre navarro), así como con personalidades de varios ámbitos profesionales y sociales. La diversidad, complejidad e importancia de esta articulación unitaria y su impacto electoral merece también una reflexión.

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El fracaso del inmovilismo y el continuismo vestido de cambio

En primer lugar, los resultados electorales del 20D ofrecieron la posibilidad de dejar atrás la gestión autoritaria y antisocial del PP y asegurar un cambio institucional de progreso. El fin del bipartidismo y la emergencia de Podemos y sus aliados permitía un acuerdo entre fuerzas progresistas para un cambio real de las políticas regresivas que constituyen la causa fundamental del agravamiento de la situación de la mayoría social. Esa oportunidad se ha perdido en esta breve y fallida legislatura.  La capacidad de bloqueo de las derechas (PP y C’s) era importante, pero no era decisiva. Frente al continuismo inmovilista del PP y el continuismo renovado de C’s, había otra opción, ampliamente respaldada por la mayoría de la gente: el cambio.

Es patente la responsabilidad de la dirección del Partido Socialista por no querer romper con esa inercia liberal-conservadora y avanzar por la senda del cambio, cuando hay una base social y parlamentaria suficiente: ha renunciado a un Gobierno de Progreso, pactado con Podemos y sus aliados, con un programa compartido de cambio real y una composición gubernamental equilibrada con la Presidencia para Pedro Sánchez. Su pacto con Ciudadanos expresa su apuesta por el continuismo político, económico, europeo y territorial, su interés por conseguir solo un recambio de élites gubernamentales para ensanchar su poder sin asegurar mejoras para la gente y su objetivo de reforzarse a costa de debilitar a Podemos. La disponibilidad del PNV, CC u otras fuerzas nacionalistas para evitar el bloqueo inmovilista de las derechas era evidente y la ha desechado.

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Su alternativa, desde el principio, consistía en doblegar a Pablo Iglesias y su equipo: bien imponiéndole la exigencia de un apoyo incondicionado a la investidura de Pedro Sánchez y su plan continuista con Albert Rivera, bien promoviendo su división y desprestigio apoyándose en una gran campaña mediática. Su operación Gran Centro, con el liderazgo compartido con Ciudadanos y los poderes económicos y europeos, perseguía impedir en España el ‘riesgo’ del cambio real, político y socioeconómico, que alimentase la resistencia democrática en otros países, así como mantener su inercia irrespetuosa con la plurinacionalidad.

Al mismo tiempo, su oposición a pactar con el PP, lamentablemente, tiene poca consistencia y limitado recorrido, tal como aventuran algunos de sus propios barones. Hay que interpretarla no como un giro de izquierdas para facilitar un gobierno progresista; es una táctica obligada para ganar autonomía ante la derecha, aumentar su diferenciación retórica, frenar la sangría de desafectos por su izquierda e intentar desactivar a Podemos y sus exigencias de derrotar a las derechas y sus políticas.

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Toda la estrategia del PSOE para garantizar un continuismo político y económico, de la mano de Ciudadanos, con solo un recambio de élites gubernamentales y la neutralización de la dinámica cívica de cambio sustantivo, ha constituido un fracaso. No han podido doblegar a Podemos y el resto de fuerzas alternativas para que aceptasen una posición subordinada para apoyar la simple continuidad de similares políticas sociales, económicas y fiscales. Tampoco encaraban la necesaria democratización política y constitucional, una auténtica regeneración institucional, la modernización económica y productiva, una salida democrática al conflicto en Cataluña o una orientación más justa y solidaria para la construcción europea. La incógnita es si este plan ha beneficiado significativamente o no a Ciudadanos en su reequilibrio respecto del PP. Pero las opciones de la suma de las derechas no parece que hayan descendido.

Las bases de Podemos han acertado en no avalar ese plan continuista y exigir un auténtico Gobierno de Progreso (a la valenciana) y de cambio real. Su dirección ha sido realista al moderar su programa transformador, en aras de un posible acuerdo programático intermedio, y admitir un gobierno bajo la presidencia socialista, aunque con proporcionalidad representativa, equilibrio en la gestión y garantías de su cumplimiento.

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Pero la contundencia del plan socialista ha quedado clara. No admiten la representatividad de los seis millones de votos a favor de un cambio sustantivo, no quieren reconocer esa demanda de cambio, incluida la de su base social, y se empeñan en manipularla, esconderla y marginarla. Solo reconocen a Podemos y las fuerzas afines como apéndices de su plan y su gestión. Denota prepotencia y escasa sensibilidad democrática.

El Partido Socialista tiene un carácter ambivalente. La mayoría de sus más de cinco millones de votantes prefiere un cambio, lento, moderado o seguro, pero un cambio positivo para mejorar la situación de la gente, no para consolidar los retrocesos impuestos. Había margen para un gobierno de coalición progresista y un programa intermedio compartido. No obstante, en su dirección, ha prevalecido su compromiso con los poderosos y su plan continuista, el vértigo a la confrontación con ellos, el miedo a representar las demandas populares de justicia social y democratización. Ha privado a la ciudadanía española la posibilidad real de iniciar ya un camino de cambio. La frustración social por no aprovechar esa oportunidad parece que le puede pasar factura, por mucha campaña sectaria y manipuladora para presentarse como garantía de ‘su’ (re)cambio. Intenta externalizar hacia Podemos su responsabilidad por desaprovechar esta ocasión, con resultados electorales dudosos.

La segunda oportunidad

Ahora viene la segunda oportunidad. El desafío es importante: ganar a las derechas, derrotar la estrategia autoritaria y antisocial de la austeridad, garantizar un Gobierno de Progreso, de cambio real y democratizador, e iniciar una política favorable para la mayoría social.

Las fuerzas partidarias de un cambio consecuente, aun con el objetivo de conseguir una mayoría relativa, están lejos de una hegemonía representativa entre la mayoría ciudadana. Su avance electoral es posible; en el mejor de los casos, la referencia orientativa  de siete millones de votos, cerca del 30% del electorado y en torno a un centenar de diputados, sería un gran éxito. No obstante, todavía no garantizaría la configuración de un Gobierno auténtico de Progreso, ni sería determinante para persuadir al PSOE; tampoco es previsible su hundimiento. Podemos admite, de forma realista, que ellos solos (con todas sus confluencias e IU-UP) no van a tener la suficiente representatividad electoral y fuerza sociopolítica para asegurar el cambio institucional que abra este nuevo ciclo político. Así, expresa su oferta de colaboración con el PSOE para negociar un plan común de cambio sustantivo y gestión compartida.

Por tanto, es imprescindible que la dirección socialista se comprometa a negociar, en plan de igualdad, con Podemos y sus aliados, ese cambio de ciclo. Su materialización es dudosa. Veremos si supera sus actuales inercias y vínculos con el poder establecido. Se juega la renovación del proyecto socialdemócrata o su declive continuado. Pero, lo más importante, en su mano puede estar su colaboración para una gran coalición liberal-conservadora-socioliberal o para una coalición progresista, garantía de avance social y democrático. El distinto impacto para las condiciones de vida de las capas populares es evidente, así como los efectos en la rearticulación del mapa político y las expectativas sociales. La apuesta por el desempate, con la victoria progresista, es imprescindible.

El 26J despejará el nuevo escenario y la determinación por una de las dos opciones: continuidad (renovada) y cambio (real, aunque sea limitado). Lo que parece no tiene futuro es el continuismo vestido de cambio. Cualquier opción, una vez acabado este prolongado ciclo electoral, señalará la necesidad y las características del ajuste de estrategia política de Podemos y las confluencias. El objetivo seguirá siendo forzar el necesario giro democratizador y de justicia social que demanda la mayoría social, junto con la ampliación y el fortalecimiento del campo progresista. La diferencia será el peso y el tipo de combinación de, por una parte, la gestión institucional del cambio y, por otra parte, y en mayor medida si no se accede al Gobierno o a otras mayorías parlamentarias, la oposición política y la activación popular frente al continuismo.

Tras los nuevos resultados electorales habrá que volver sobre ello. Ahora solo cabe ampliar la oportunidad para desalojar a las derechas del poder y facilitar el cambio institucional con una amplia participación activa en este proceso. Y una de esas claves es la mejora del discurso y el liderazgo, así como la mayor convergencia del conjunto de fuerzas alternativas.

La deseable unidad de las fuerzas del cambio

En segundo lugar, la otra novedad relevante es la deseable mayor unidad de las fuerzas del cambio. Podemos, como formación mayoritaria, tiene una responsabilidad principal en la articulación de toda la diversidad existente en las distintas confluencias y, en especial, con el acuerdo con Izquierda Unida-Unidad Popular. No es tarea fácil, pero es imperiosa para afrontar en mejores condiciones el desafío histórico (similar quizá, en su dimensión, al de la transición política) de esta nueva oportunidad de cambio, construida por el actual ciclo de movilización ciudadana por un proyecto de país más justo, avanzado y democrático y representada por una nueva configuración de la élite política y asociativa.

Señalamos algunas reflexiones iniciales. Entre estas fuerzas progresistas existen culturas políticas y organizativas muy distintas, con valores y deficiencias muy desiguales. El esfuerzo unitario e integrador, con un talante democrático, participativo y respetuoso con el pluralismo, es determinante. La tolerancia ante la diversidad, el reconocimiento de las mejores aportaciones, el acuerdo básico ante las discrepancias e intereses contrapuestos, son imprescindibles. No solo para articular un pacto programático básico y un reparto consensuado de responsabilidades y cargos institucionales. Sino, sobre todo, para avanzar en la construcción de un sujeto político a la altura del reto que exige la situación y la gente.

Existe una ventaja respecto de antes del 20D. Un mayor sentido de la realidad de la representatividad social y electoral de cada cual (en votos y en escaños) y, por tanto, del impacto y legitimidad de unas propuestas u otras, de unos líderes u otros, de unos mensajes u otros. Hay más datos objetivos sobre el valor y la capacidad de cada cual para trasladar a los demás lo mejor de cada experiencia y trayectoria y articular las orientaciones del conjunto. La interpretación acabada o consensuada es difícil, pero el realismo ayuda a racionalizar. Sin embargo, ese ejercicio todavía necesita finura, altura de miras y capacidad integradora.

Tenemos otra ventaja, poder articular el sentido de pertenencia de todo el conglomerado a través de la experiencia y la participación en una dinámica colectiva y con un proyecto común de mucho impacto e interés general. La implicación y la participación, mayor en la gente más activa pero que llega a los varios millones de personas que comparten este desafío del cambio, es fundamental para construir una identidad colectiva, un nuevo sujeto unitario y transformador, admitiendo la particularidad de cada grupo político. Es la experiencia compartida en la defensa de unos intereses comunes de la mayoría social la que facilita los lazos de solidaridad y pertenencia, respecto de un proceso igualitario, democrático y emancipador.

Las ideas clave, los discursos y las alternativas deben estar conectados con la experiencia sociopolítica y cultural del movimiento popular en España, en este contexto de crisis. Se han reforzado desde el movimiento 15-M de 2011: la democracia y la igualdad o justicia social. Se oponen al autoritarismo institucional y la desigualdad y regresión social y económica. No son valores éticos o político-ideológicos transversales. No caben puntos intermedios o eclecticismos. Se pueden, y de hecho lo han hecho, rellenar de puntos programáticos para articular un proyecto básico de país. Constituyen una diferenciación con el proyecto liberal-conservador de las derechas y el socio-liberal del centrismo socialista. Parten de los derechos humanos y definen una cultura progresista, con fuerte contenido social, cívico y democrático.

La democracia es un pilar básico: las libertades civiles y políticas, la regeneración y democratización institucional -también la europea-, el respeto a la opinión y demandas de la ciudadanía –incluida la consulta ante opiniones distintas como en Cataluña-, etc. La igualdad (social y de género…) o la justicia social es el otro: el plan de emergencia o rescate ciudadano, la defensa de los derechos sociales y laborales, la reversión de los recortes, un Estado de bienestar avanzado, un plan económico activador del empleo decente, la modernización del aparato productivo o una fiscalidad progresiva…

Ambos discursos confluyen en una democracia social, un proyecto avanzado de país y de Unión Europea, dentro de las mejores tradiciones progresistas europeas, y contrario al modelo autoritario y regresivo que el poder liberal-conservador está imponiendo, en particular para el Sur europeo.

La democracia (o el republicanismo cívico según Fernández Liria) y la igualdad (de acuerdo con Ch. Mouffe) son elementos sustanciales de una dinámica popular emancipadora. Y son constitutivos de las mejores tradiciones ilustradas, progresistas… y de las izquierdas. Son valores comunes, centrales para una confluencia política, que pueden servir de cemento, unión e identificación.

En definitiva, la experiencia popular compartida en la pugna y la realización del cambio político, así como el desarrollo de un discurso democrático, una cultura cívica y unas propuestas vinculadas a la defensa de la mayoría social, son mimbres imprescindibles para consolidar una nueva fuerza política, diversa pero unitaria, necesaria para articular una representación institucional y estimular la participación activa de la ciudadanía.

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