Opinión · Dominio público
Dividir Kosovo
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ANDRÉS GASTEY
Con el final de la guerra fría se extinguieron las federaciones de la Europa central y oriental, de manera incruenta (Checoslovaquia), con algunos enfrentamientos (URSS) o tras sucesivas oleadas de violencia extrema (Yugoslavia). Al degradarse las dictaduras que habían oprimido a las naciones que las integraban, las federaciones quedaron sin su principal elemento vertebrador, lo que originó la “primavera de los pueblos” a la que asistimos entonces.
La explosión de las federaciones implicó una remodelación del mapa político de Europa que, por su alcance, sólo puede compararse a los cambios que sucedieron a las guerras mundiales. Se ha creado una veintena de nuevos Estados, con sus nuevas fronteras y nuevos problemas. Ciertamente, cada caso es específico y, por ejemplo, no se puede en puridad hablar de nacimiento de Estados respecto a las repúblicas bálticas .
¿Qué actores impulsaron este cambio drástico? ¿Sobre la base de qué principios? Sin entrar a considerar otros factores externos, conviene recordar que las élites que promovieron las independencias procedían, en general, de los regímenes dictatoriales extintos. Operaron un hábil cambio de legitimidad: de la unción por parte del moribundo partido único pasaron a convertirse en líderes naturales de naciones irredentas. Se invocó el derecho de autodeterminación para sustentar el nacionalismo secesionista como ideología de sustitución.
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El caso yugoslavo resulta especialmente ilustrativo. Todos sabemos de dónde procedían Kucan, Tudjman y Milosevic, destacados gerifaltes de la Liga de Comunistas Yugoslavos transfigurados en padres de las patrias.
Para asentar su poder, los caudillos tuvieron que definir a su medida las nuevas realidades políticas. Pero se chocó con dos obstáculos. Primero, un entusiasmo limitado de las poblaciones, que se superó con propaganda bien dirigida y provocando un repliegue tribal instintivo gracias a las guerras. El segundo obstáculo era que, en las unidades administrativas en que se había organizado Yugoslavia, naciones y fronteras no coincidían.
Ante este hecho, la comunidad internacional actuó modificando sus criterios a conveniencia, primando ora el principio de integridad territorial ora el derecho de libre determinación.
El caso extremo fue y sigue siendo Bosnia. En aras del derecho de autodeterminación, se convalidó su separación de la multiétnica Yugoslavia; sin embargo, en aras del principio de la deseable convivencia multiétnica dentro del mismo Estado, mantuvimos y mantenemos a toda costa y a todo coste (que es mucho) la ficción de un país unido.
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En realidad, a lo largo de estos años sólo se ha guardado coherencia en lo que parece ser el objetivo verdadero: menoscabar a Serbia, hacer que los serbios (de las Krajinas, de la Posavina, de la República Srpska, de Montenegro y ahora de Kosovo) paguen pecados seculares con su transformación en minorías perseguidas o forzadas al exilio. Los serbios han sido los más crueles en las guerras que siguieron a la desmembración de Yugoslavia, lo que explica que los mayores criminales entre ellos sean enjuiciados en La Haya, pero difícilmente justifica el trato colectivo del que ahora están siendo objeto.
Todo esto viene a cuento de la inminente independencia de Kosovo. Es ineluctable. Los Estados Unidos y el grueso de la Unión Europea la apoyan, y las negociaciones recién concluidas no fueron más que un paripé.
Cabe preguntarse si con esta independencia asistiremos al último acto del proceso que se inició en los 90, o si, al contrario, el alumbramiento del nuevo Estado anuncia el desencadenamiento de otro ciclo de inestabilidad.
Nos vamos a saltar olímpicamente la legalidad, porque la base de la presencia internacional en el territorio, la resolución 1244 del Consejo de Seguridad, contempla que la solución a la crisis de Kosovo tenga en cuenta “el respeto a los principios de soberanía e integridad territorial de la República Federal de Yugoslavia”. Es de prever que en Kosovo regirá el mismo esquema que se aplicó en Bosnia: autodeterminación para garantizar la independencia, pero integridad territorial para impedir la separación de la nueva minoría. Se les va a reconocer el derecho de secesión a los albanokosovares, pero no a los serbokosovares, ampliamente mayoritarios al Norte de la provincia. En su caso sólo reclamaremos que “se respete a la minoría”. Un serbio de, pongamos, Belo Brdo va a ver cómo frente a sus narices se levanta ni más ni menos que una frontera internacional que le separa de Serbia. El doble rasero es sonrojante.
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Quienes nos hemos escandalizado ante las limpiezas étnicas y hemos abogado por la convivencia en Estados plurinacionales saludaremos la creación en el corazón de los Balcanes un Estado minúsculo, sin precedente y a todas luces inviable sobre la base de la primacía de una etnia. No parece ésta la mejor receta para la estabilidad. ¿Qué va a pasar con los albaneses de Macedonia, mayoritarios y compactos en el Oeste de aquel país? ¿Por qué van a renunciar ellos a un Estado independiente con capital en Tetovo? ¿Qué pasará con los albaneses serbios del valle de Presevo? ¿Con Sandzak, con Vojvodina?
A estas alturas hemos cometido en la antigua Yugoslavia casi todos los errores posibles. Ya no hay solución buena. Tal vez la menos injusta sea la partición de Kosovo: dejemos que los serbios del Norte se mantengan unidos a Serbia si es lo que desean y establezcamos un protectorado internacional sobre los enclaves ortodoxos de alto valor simbólico. Por lo demás, tendremos que procurar que no cunda el ejemplo y disuadir a otros actores de la tentación del recurso a la violencia como método para la creación de nuevos Estados. Pero ¿con qué credibilidad lo haremos?
Andrés Gastey es escritor. Su última novela es Gutiérrez y el imperio del mal
Ilustración de Mikel Jaso
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