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Opinión · Dominio público

¿Cómo nos alimentaremos?

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GUSTAVO DUCH

El actual modelo de agricultura y alimentación es completamente injusto, responsable de que 1.020 millones de seres humanos padezcan hambre (es decir, ingieran una cantidad insuficiente de calorías para su vida diaria); de que otros 1.000 millones de personas ingieran suficientes calorías pero estén malnutridos por una alimentación deficiente en micronutrientes; y de que además 1.300 millones de personas estén también malnutridas, esta vez con síntomas de obesidad y sobrepeso. Vamos, que la mitad del mundo no tiene una alimentación adecuada. Y después del fiasco (y negligencia) de Copenhague, parece ratificado formalmente el pasado 31 de enero, que alimentarse debidamente se volverá cada vez más complicado. Mientras pensamos en qué hacer con nuestros representantes políticos, ¿cómo nos adaptamos a los cambios climáticos? ¿Quién nos alimentará?

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Es seguro que los cambios climáticos afectarán (ya sucede en algunas realidades concretas) la producción de alimentos. Tendremos, en general, un clima más caluroso y con menos lluvias, será más fácil la migración de plagas y se darán situaciones extremas (huracanes, lluvias torrenciales…). Según un informe coordinado por la organización Biodiversity International, en el África subsahariana las pérdidas de cosechas inducidas por la crisis climática podrían llegar a ser de hasta el 50% dentro de sólo diez años. Un dato que ilustra el mensaje que se ha venido repitiendo por parte de los movimientos sociales: el cambio climático afecta y afectará a todo el planeta, pero de forma más grave a las poblaciones que hoy ya sobreviven con muchas dificultades. En los países industrializados nos alimentamos en una parte muy significativa de cosechas, pesca, acuicultura o ganadería totalmente dependiente de combustibles fósiles, que sabemos cada vez más escaso y más caro. Así que la crisis alimentaria puede ser entonces global.

Mi tesis es simple: se pueden plantear cambios de adaptación a la próxima realidad climática que son los mismos que se requieren para corregir las desigualdades ya presentes. De entre todas estas medidas quiero destacar las que se refieren al uso de la tierra, de la tierra fértil: un bien finito. Ante la inseguridad futura no parecería sensato que, por ejemplo, los campos agrícolas del parque agrario del Llobregat, cercanos a Barcelona, fueran tragados por nuevos polígonos industriales, ¿verdad? Pues cosas parecidas están sucediendo, y todos conocemos casos a pequeña escala, pero también se dan a gran escala, como lo que ya se conoce como el “nuevo despojo de tierras” que se está llevando a cabo en el Sur global. Acaparar millones de hectáreas para cultivar en ellas productos para la exportación no sólo impide la alimentación local tan necesaria, sino que además desplaza cultivos tradicionales que han sabido adaptarse a condiciones extremas y que perderemos del stock global. Se desperdiciará material genético de regiones que, precisamente, con el paso de muchos años y la cuidadosa selección por parte de las campesinas y campesinos de la región, sería muy válido para cultivar en las condiciones climáticas futuras.

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Muchas de estas hectáreas usurpadas, junto con grandes extensiones que ya están en manos de terratenientes, están siendo dedicadas a cultivos no alimenticios, a cultivos energéticos: los agrocombustibles. Lo que se señaló cómo una arriesgada tendencia es, después de Copenhague, una terrible insensatez. No se puede presionar –como se hará bajo el pretexto de la captura de CO², a los países africanos, latinoamericanos y asiáticos–,

para incrementar la producción de agrocombustibles que compiten directamente con el agua y los nutrientes del suelo que pueden, en cambio, producir comida. Ni tampoco con el argumento de usar “tierras ociosas”. Con esa denominación se quieren adquirir las tierras comunales entre bosques y selvas que tienen muchos usos (aunque no se contabilicen) para las comunidades rurales cercanas: son espacios para la pesca, caza, recolección de vegetales, frutos, hongos, etc. Como dice el ETC Group, “esta cosecha oculta no sólo proporciona nutrientes irremplazables en su dieta, sino que además, es esencial para la seguridad alimentaria”. Las comunidades campesinas de Borneo, por ejemplo, garantizan dos tercios de sus alimentos de estos espacios comunes, y las mujeres campesinas en Uttar Pradesh, India, obtienen casi la mitad de sus ingresos de la recolección de especies forestales. El cálculo global estima que hasta un 15% del abastecimiento de las familias campesinas de los países del Sur proviene de esas tierras, hoy en el punto de mira de las transnacionales.

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En el uso actual de las tierras fértiles también hay una dedicación abusiva destinada a la alimentación de la ganadería industrial. El 40% del grano que hoy día se cosecha se dedica al engorde industrial al igual que 47 millones de hectáreas sembradas con pastos y forrajes. Si bien es cierto que la cría de animales a pequeña escala con alimentación local (muchas veces proveniente de suelos no aptos para la agricultura) es una fuente de alimentos sostenible, el uso de cereales para el engorde del ganado representa, según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el equivalente de los requerimientos de consumo calórico de más de 3.500 millones de personas (media humanidad).

Si se adoptaran medidas para un uso correcto de los suelos (prohibir la especulación con las tierras, favorecer sus usos consuetudinarios, promover dietas menos cárnicas, una reforma agraria que elimine el latifundio, una moratoria a la expansión de los agrocombustibles, etc.) todos ganaríamos seguridad alimentaria: algunos para nuestro futuro, otros para su presente.

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Gustavo Duch es editor de la revista ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’

Ilustración de Javier Olivares

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