Opinión · Dominio público
Los derechos de la mujer, en retroceso
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NAZANÍN AMIRIAN
Ya nos había avisado Marx de que alcanzar el progreso no iba a ser un proceso histórico lineal. En los últimos 30 años, a las violaciones tradicionales a los derechos de la mujer, basadas en una arraigada convicción en su inferioridad, se ha sumado el modo de hacer de una nueva Santa Alianza. Compuesta por la versión más agresiva del neoliberalismo y de los fundamentalismos
reaccionarios, su asalto a las conquistas sociales a nivel mundial ha supuesto la pérdida de los derechos más básicos para millones de mujeres.
En su afán de minar las fronteras de la URSS, EEUU apoyó a la ultraderecha religiosa –desde Irán y Afganistán hasta Polonia– para poner fin a aquellos estados semi laicos. Estrategia que se llevó por delante la posición pública de la mujer, su acceso al empleo y a la educación, sus libertades sociales y personales.
La violación de los derechos humanos de la mitad de la humanidad nace precisamente ahí donde algunos ven victorias. Y las mujeres más afectadas por esta regresión han sido las que habitan en tierras musulmanas y las del bloque ex socialista.
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Declarar a la mujer como “un ser medio humano” ha sido la seña de identidad de aquellos hombres que tomaron el poder en nombre de Dios, confundiendo el pasado con el presente. El nuevo totalitarismo ha permitido la adaptación de la vieja Inquisición (con tormentos públicos incluidos) sin que se remuevan las estructuras de su Historia. Han llegado a reglamentar hasta el color de los tejidos, legalizado la pedofilia al reducir la edad nupcial de niñas, santificado la violencia de género, apartado de la toma de decisiones por su divinizada inferioridad. Así fue posible la resurrección de la caza de brujas, esta vez de cientos de miles.
En el bloque ex socialista, cuyas mujeres gozaban de mayor igualdad que las occidentales, el ajuste estructural acabó con la “teoría socialista de la emancipación” y con la amplia red de apoyo estatal a las mujeres, restaurando en su lugar los antaño roles cavernícolas del hombre como proveedor de sustento y de la mujer dedicada al cuidado de la cría.
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Polonia sustituyó el socialismo por el capital-catolicismo y desmanteló las garantías estatales que disfrutaban las mujeres, como disponer de guarderías, de empleo fijo o de subsidios a la vivienda.
La tasa de desempleo femenino, que es diez veces mayor que la de los hombres, les fuerza a muchas convertirse en amas de casa, inmigrantes, o carne blanca del mercado de “contactos”.
Para las mujeres de la RDA, la reunificación de Alemania supuso, de estar contratadas en casi un 90%, a pasar a formar parte del 62% de los parados del país. En Oriente Medio y los países poscomunistas, hoy hay menos mujeres en los cargos públicos que hace 40 años.
China, que con su revolución había demostrado cómo en pocas décadas la economía socialista había sido capaz de paliar las desigualdades (frente a la India, otro gigante), hoy obliga a sus mujeres a pagar el precio del
desenfrenado desarrollo económico del país a beneficio de los mercaderes.
Las cifras son contundentes: la femenización de la pobreza, que excluye a quien la padece del desarrollo personal, la formación, la política, el arte, el ocio, la amistad o el amor, es el motivo de que la mayoría de los 1.020 millones de almas que duermen con el estómago vacío, así como de 20.000 personas que mueren al del hambre, sean mujeres. En un lugar como el África Subsahariana, ellas producen el 80% de los alimentos, mientras poseen tan solo el 1% de la tierra.
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En acecho, los patrones de industria bélica, que ofrecen salidas a su desesperación: unos 59.000 efectivos femeninos han sido desplegadas en las guerras contra Afganistán e Irak.
La mayoría de los 125 millones de los excluidos del privilegio de vivir la magia de las letras son mujeres. Es así como las engañan para que firmen documentos en los que regalan sus pocos bienes o, incluso, renuncian a la custodia de sus hijos.
Cientos de miles mueren al año durante el parto, dejando huérfanos a millones de niños. Muchas son “niñas-esposas” de 12-14 años, víctimas de la prolongación de infanticidio femenino; 130 millones son sometidas a la mutilación genital.
Aquellas que consiguen huir de las guerras, del hambre y de la opresión, convirtiéndose en el 80% de los errantes del mundo, viven el terror y vejación en los campos de refugiados.
El feminicidio de la Ciudad Juárez es sólo una macabra muestra de cómo la impunidad es una aliada imprescindible que facilita el secuestro, la tortura, la violación y el tráfico de millones de mujeres a nivel mundial, algunas de tan solo 7 u 8 años. Detrás se encuentran hombres honorables de los cinco continentes.
La escasa presencia mujeres en puestos de poder –en sí un avance– no ha sido ningún consuelo. Ahmadineyad, mientras criticaba al marxismo de promover la “perversa” idea de igualdad entre las personas, colocaba en su gabinete a mujeres para que defendieran la discriminación positiva del hombre en las universidades, con el fin de reducir la presencia de las mujeres en esos centros, un asunto que les trae de cabeza. Ni qué decir de las Condoleezza Rice o las Imelda Marcos, entre otras.
Sin un programa a favor de los derechos de las desfavorecidas, la mera presencia de la mujer en la toma de decisiones no es más que una mera operación de maquillaje o de nepotismo.
En Occidente, por otro lado, las carencias en los derechos de las mujeres inmigrantes se han despolitizado para vincularlas, sospechosamente, a un debate sobre “cultura y estilo de vida”.
Y a las que viven en los relativos (aun) paraísos: ¡atentas!, porque las conquistas sociales son absolutamente reversibles.
Nazanín Amirian es profesora de Ciencia Política de la UNED
Ilustración de Gallardo
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