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Opinión · Dominio público

El amigo ruso

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NICOLE THIBON

En la mañana del pasado lunes 29 de marzo, en plena hora punta, explotaron dos bombas en el metro de Moscú, una en la estación Park Kulturi, antes conocida como Gorki Park, y la otra en la estación Lubianka, zona de siniestra memoria y patrullada con intensidad por la policía. Los dos atentados suicidas sumaron 40 muertos y 121 heridos, y la responsabilidad de ambos ha sido reivindicada.

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El primer ministro Vladímir Putin reaccionó rápidamente y con encomiable energía: pidió a las fuerzas de seguridad del país que “limpiaran las cloacas” en busca de los responsables del doble atentado. Hay que “extraerlos, a la luz de Dios, del fondo de las canalizaciones. Es una cuestión de honor”. Y precisó: “Quienes preparan la sopa o lavan la ropa” de los que ponen bombas deberán responder igualmente del crimen. El presidente Medvédev, en lugar de recurrir a adjetivos grandilocuentes, decidió visitar por sorpresa Daguestán, en donde otros dos atentados suicidas habían tenido lugar poco después.

Sin embargo, no es la primera vez que el blanco es el espléndido metro de Moscú. En febrero de 2004 tuvieron lugar atentados similares en los que 34 personas hallaron la muerte en un tren que se acercaba a la estación Paletevskaia. Seis meses después, un kamikaze se hizo estallar en el exterior del metro moscovita, dejando diez muertos.

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Al margen de la situación en Chechenia, y cualesquiera que sean las opiniones de los ciudadanos rusos sobre las contundentes reivindicaciones de los independentistas caucásicos, muchos rusos comienzan a pensar que la falta de seguridad podría tener su origen en los Servicios de Seguridad mismos.

Mediocre espía del KGB, los servicios secretos de la época, y tras años de desempleo, Putin entra en la alcaldía de San Petersburgo. En 1998, ya bajo el Gobierno de Boris Yeltsin, llega a dirigir el FSB, sucesor del KGB, y de allí pasa a conseguir el rango de primer ministro, en 1999.

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Ahora bien, en la medianoche del 8 al 9 de septiembre de 1999, en el número 19 de la calle Gurianova, un edificio de nueve pisos se derrumba sobre sus residentes, dejando 94 muertos y 249 heridos. Cuatrocientos kilos de explosivo habían sido colocados en el subsuelo junto a las pilastras de los cimientos del inmueble. Cuatro días después, a las cinco de la mañana en la avenida Kachirskoye, una bomba colocada en una casa de apartamentos de ocho pisos deja 119 muertos y 200 heridos. Otras dos ciudades de provincia también sufren atentados. El manifiesto problema de seguridad pide con naturalidad la solución de un Gobierno fuerte. La prensa, en esta época todavía relativamente libre, señala en los alrededores la presencia de un coche del FSB cargado de explosivos y advierte de que un diputado de la Duma denunció un atentado en la ciudad de Volgodonsk dos días antes de que, efectivamente, tuviera lugar en la dirección indicada. Los criminales, designados con sus nombres por las autoridades, no son arrestados. Ninguna investigación parlamentaria es autorizada. Hay fuertes sospechas de que el Gobierno está intentando acallar el asunto.

Dos meses después de los atentados y a causa de la alarma social, Boris Yeltsin dimite y deja el Kremlin en manos de Putin, que toma el poder para no dejarlo. A partir de ello, se desencadena la segunda guerra de Chechenia, la prensa queda controlada –por no decir amordazada– y los periodistas demasiado curiosos son simplemente asesinados. Los periódicos de más de 100.000 ejemplares son comprados por amigos del presidente y del FSB, y los jueces se convierten en meros servidores del poder. Según The Economist, “hay muchos indicadores de que los jefes de la seguridad gozan de una combinación de poder y dinero sin precedentes en la historia de Rusia”. Pero los atentados se interrumpen y, con un 75% de votos según los sondeos, Putin llega a la cima de su popularidad.

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Hoy, el Putin primer ministro ya no goza de la popularidad del Putin presidente. Como respuesta a los últimos atentados, el FSB reclama “nuevas medidas, más duras” y, naturalmente, un aumento del presupuesto. Pero nadie parece contemplar la posibilidad de tratar las raíces del mal, es decir, el polvorín independentista y martirizado del Cáucaso. Sin ninguna estrategia antiterrorista, es como si la política del Gobierno “centrara sus esfuerzos en la lucha contra el pueblo y no contra los terroristas”, escribe Nicolás Petrov, del Centro Carnegie de Moscú. Juzgado responsable de la falta de habilidad del Comité Nacional Antiterrorista, creado en 2006 –el número de atentados subió de 48 en 2007 a 876 en 2009– Putin llega a ser abucheado por manifestantes que piden su dimisión, y la población tiende a confiar más en Dmitri Medvédev.

Qué casualidad: justamente cuando Putin pierde gran parte de su popularidad, los chechenos programan una nueva serie de atentados. Donde algunos ven la incapacidad y total falta de estrategia antiterrorista del Gobierno, otros hablan hoy en Moscú de la complicidad entre Putin y los Servicios Secretos. El politólogo Andréi Piontkovsky, ex director del Centro de Estudios Estratégicos, resume así los últimos diez años: “Septiembre de 1999: terror en Moscú. El primer ministro Putin se convierte en presidente para salvarnos. Marzo de 2010: terror en Moscú. ¿El primer ministro Putin volverá a ser presidente para salvarnos otra vez?”.

Nicole Thibon es periodista

Ilustración de Miguel Ordóñez

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