Opinión · Dominio público
¿Conflicto de naciones y/o clases?
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VICENÇ NAVARRO
Es una característica de los nacionalismos conservadores y liberales existentes en España (tanto los centrales jacobinos como los periféricos) asumir que todas las clases sociales quedan homogeneizadas bajo la categoría de nación, identificando los intereses de tal nación con los de quienes lideran tales movimientos. De ahí que los nacionalismos sean hostiles al concepto de clase social que –según ellos– diluye el impacto de su propuesta soberanista.
La realidad, sin embargo, es que hay tantas españas como clases sociales hay en España. Y hay tantas catalunyas como clases sociales hay en Catalunya. Por supuesto que las clases sociales dentro de una nación pueden tener intereses comunes,
tales como la defensa en la utilización de su lengua y de su identidad nacional, un punto de una enorme importancia en Catalunya. No existe plena conciencia de ello en otras partes de España. La primera vez que me detuvieron en Barcelona fue en los años cuarenta, a la temprana edad de 7 años, cuando le escupí a la cara a un gris –un policía nacional español– por abofetearme por hablar en mi lengua materna –el catalán– tras insultarme, diciéndome: “No hables como un perro, habla como un cristiano”.
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Ahora bien, lo que se olvida con gran frecuencia es que, de la misma forma que hay intereses comunes entre las clases sociales de una nación, también hay intereses comunes entre las clases sociales dentro de un Estado con varias naciones. Y la experiencia en España lo demuestra. Las clases dominantes de las diferentes naciones de España se aliaron para derrotar a la República, siendo los nacionalistas conservadores y liberales catalanes de los años treinta los mayores promotores en Catalunya del golpe militar que persiguió con mayor brutalidad la identidad catalana. Como frecuentemente ocurre con los nacionalismos conservadores y liberales catalanes, antepusieron sus intereses de clase a los de la nación.
Por las mismas razones, la clase trabajadora catalana ha tenido frecuentemente más intereses en común con las clases trabajadoras de otras naciones y pueblos de España que con las clases conservadoras que han gobernado Catalunya y España la mayoría del siglo XX. En realidad, el enorme retraso del Estado del bienestar español y catalán se debe primordialmente al enorme poder e influencia que tales clases han tenido a lo largo de nuestra historia sobre el Estado. Ni que decir tiene que España y Catalunya hicieron grandes avances económicos y sociales a partir del establecimiento de la democracia. Pero el gran avance económico no ha sido correspondido con un gran avance social, pues continúan estando a la cola de la Europa social. Así, España, según datos de 2007, es ya la octava potencia económica del mundo, con un PIB per cápita que es el 94% del promedio de la UE-15. Sin embargo, su gasto público social es sólo un 74% del promedio de la UE-15. Por su parte, Catalunya es ya más rica que el promedio de la UE-15, con un PIB per cápita que es el 110% del promedio de la UE-15. Pero su gasto público social per cápita es sólo el 73% del promedio de la UE-15.
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La explicación que da el nacionalismo conservador y liberal catalán a este retraso social es que este se debe al déficit fiscal de Catalunya con respecto a España, consecuencia de que los fondos que el Estado central recoge de las personas que viven en Catalunya a través de los impuestos es mucho mayor que los que recibe Catalunya (tras su contribución a la necesaria solidaridad que Catalunya ejerce con el resto de España –y que allí pocos cuestionan–, y tras el pago de los servicios de todo el Estado que corresponden a Catalunya). Este déficit fiscal es considerado excesivo por la mayoría de la población catalana. Ahora bien, los pasos iniciados por el Gobierno de izquierdas de la Generalitat y aprobados por el Gobierno socialista español van en la dirección de corregir tal déficit. Pero lo que no citan los nacionalistas conservadores y liberales catalanes (ni tampoco citó el documental propagandístico que mostró la televisión pública TV3 a favor de la independencia de Catalunya) es que, incluso con la resolución del déficit fiscal, Catalunya todavía se gastaría en su Estado del bienestar mucho menos de lo que le correspondería por el nivel de desarrollo económico que tiene, lo cual requeriría la suma de 2.735 euros estandarizados per cápita más de los que se gasta en su Estado del bienestar (un euro estandarizado es la unidad monetaria utilizada para homologar el poder de compra de países de distinto nivel de vida en la eurozona).
La corrección del déficit fiscal que Catalunya tiene con el Estado central significaría un crecimiento de 965 euros estandarizados per cápita en gastos sociales, pero aún faltarían 1.770 euros estandarizados más para que Catalunya se gastara lo que le corresponde por su nivel de riqueza. Y la causa de que este dinero no se gaste es que ni el Estado central ni la Generalitat lo recaudan, debido al enorme poder de las clases más pudientes (burguesía, pequeña burguesía y clases medias de renta superior) existentes en Catalunya y su influencia sobre los gobiernos, tanto central como autonómico. Esto explica que no paguen los impuestos que sus homólogos en la UE-15 pagan. Lo mismo ocurre en el resto de España,
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donde el fraude fiscal alcanza dimensiones extraordinarias y son las rentas superiores las que practican más tal fraude. Según la propia Agencia Tributaria, un empresario en España y en Catalunya declara menor renta que un trabajador.
Y esta es la mayor causa del subdesarrollo social de Catalunya y del resto de España, de la cual no se habla ni en Catalunya ni en España. El enorme dominio de tales clases sociales a los dos lados del Ebro explica que los nacionalismos conservadores y liberales centrales jacobinos y los periféricos (que se oponen en temas nacionales) sistemáticamente se alíen y apoyen políticas fiscales regresivas que benefician a las rentas altas a costa de las rentas medias y bajas de Catalunya y del resto de España.
Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra y profesor de Public Policy
en The Johns Hopkins University
Ilustración de Mikel Jaso
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