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Opinión · Dominio público

El escándalo de la vivienda

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JOAQUIM SEMPERE

Según datos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), durante los años 2007 a 2009 se habían firmado unas 178.000 ejecuciones hipotecarias (frente a las 47.379 del trienio anterior) y el diario Cinco Días estima que habrá que añadir otras 180.000 en el presente año. De ser así, el total de ejecuciones hipotecarias en los últimos cuatro años ascenderá a más de 350.000. En general, estos expedientes acaban en desahucio en un plazo inferior a un año y el CGPJ señala que las cifras son engañosas, ya que una misma petición puede conllevar la subasta de varios bienes, de modo que “puede ser todavía más alarmante el incremento detectado”.

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Las viviendas hipotecadas van a subasta, y son las propias inmobiliarias de los bancos acreedores las que concurren a las subastas y acaban adjudicándose las viviendas a precio de saldo. La ley hipotecaria les permite adquirir el inmueble por el 50% del precio de la subasta pública si esta queda desierta, lo que ocurre en el 90% de los casos.

El aquelarre no termina aquí. El banco desahucia a la familia, recupera la vivienda en pública subasta y sigue cobrando hasta el final la deuda hipotecaria. En los últimos meses, la prensa ha dado a conocer numerosos casos de familias puestas de patitas en la calle y obligadas a seguir pagando la deuda.

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El 30 de marzo de 2010 –según señala David Fernández en el semanario catalán Directa

(7-04-2010)–, se reunió en Barcelona la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que propone que, en caso de impago, la recuperación del inmueble hipotecado por parte del banco “comporte automáticamente la cancelación de toda deuda”, como ocurre en otros países europeos y en Estados Unidos. Allí, si no puedes pagar, cedes la vivienda y la deuda queda cancelada. ¿Qué sentido tiene aportar como garantía del crédito hipotecario una vivienda si, en caso de que el acreedor no pueda pagar, la garantía del bien no baste y persista la obligación de devolver hasta el último céntimo, incluidos los intereses?

La plataforma señala que esta realidad jurídica “abusiva y extorsionadora se enmarca en una situación de asistencia permanente del Estado al sector bancario”. En efecto, a través de las hipotecas, la banca española ha hecho y sigue haciendo un negocio fabuloso con un bien de primera necesidad. Lo hace con la angustia de cientos de miles de desahuciados o amenazados de desahucio, y lo hace con los afortunados que pueden seguir pagando unas hipotecas contratadas durante la fase ascendente de un ciclo especulativo, con inmuebles sobrevalorados. Según The Economist, esta sobrevaloración ascendía en España al 55% el pasado enero.

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¿Acaso deben los bancos españoles protegerse de una alta tasa de morosidad e impago? Los bancos Santander y BBVA afirman que desde 2001 han recuperado hasta el 90% de los préstamos por hipotecas impagadas. Y la Asociación Española de Banca anunciaba el pasado marzo que los beneficios netos de la banca española habían alcanzado en 2009 los 14.934 millones de euros, un 8,9% menos que el año anterior, lo cual no está nada mal para un año de grave crisis en la venta de viviendas. De modo que ni siquiera el impago es una coartada válida para la banca.

Las familias endeudadas se han visto obligadas a cumplir sus compromisos con las entidades de crédito mientras han tenido empleo y los intereses lo permitían. Y cuando no han podido hacerlo, se han quedado sin vivienda. En cambio, con el estallido de la crisis, la banca ha apelado al apoyo del Estado y lo ha conseguido. Unos han perdido lo que necesitan vitalmente. Los otros nunca pierden.

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No es de extrañar que entre los años 2000 y 2007 el porcentaje destinado por los hogares españoles a la vivienda pasara del 12,40% al 25,63% del gasto total; es decir, más del doble, según reflejan las encuestas de los presupuestos familiares del Instituto Nacional de Estadística (INE). En cifras absolutas, significa pasar de gastarse unos 80.000 millones de euros en vivienda a más de 200.000 millones. Como son muchos los propietarios de viviendas que las han pagado ya, se deduce que quienes todavía las están pagando les destinan una parte de-

sorbitada de su presupuesto, que puede alcanzar un 40% o un 50% o más entre quienes están todavía atrapados por las hipotecas.

Esto representa una reducción muy substancial del nivel de vida, puesto que queda mucho menos para otros gastos. Tal reducción resulta enmascarada por el hecho de que el PIB ha aumentado un 26,5% en esos ocho años, mostrando una vez más que el PIB es una pésima medida del bienestar, incluido el bienestar material. Los gastos de vivienda son una sangría invisible pero real para la ciudadanía, la sangría que ha permitido engordar a los empresarios de la promoción y construcción de vivienda y a los bancos. La ciudadanía de este país no sólo está perdiendo a mansalva derechos sociales, sino poder adquisitivo. Es un fracaso económico espectacular que una necesidad básica como la vivienda no pueda ser satisfecha por millones de personas o lo sea a un coste enorme, y que esta situación haya empeorado visiblemente en el último decenio. La industria de la vivienda no debe seguir siendo una fuente de negocios abusivos ni un nido de especulación y corrupción. Urge considerarla un servicio público atentamente vigilado y regulado desde los poderes públicos.

Joaquim Sempere es profesor de Teoría Sociológica y Sociología Medioambiental de la Universidad de Barcelona

Ilustración de Javier Olivares

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