Opinión · Dominio público
La ultraderecha lee a Gramsci
Artista y cineasta @claudiozulian1
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Se sorprendería el lector por la abundancia de las citas de Gramsci que se pueden hallar en las páginas web de la ultraderecha actual. No hay texto sobre la “guerra cultural” (concepto medular en esos credos) que no empiece glosando al pensador comunista (y alentando a leerlo, afirmando, por ejemplo: “Tenemos que apropiarnos de Gramsci como la izquierda se ha apropiado de Carl Schmitt”).
La razón de esta fiebre gramsciana en un ambiente político que, en principio, parecería a las antípodas, se encuentra en los escritos de los teóricos estadounidenses de la “culture war” de los años noventa. La teoría gramsciana de la “hegemonía cultural” (según la cual la lucha política tiene que ir acompañada, e incluso precedida, por una afirmación de los valores culturales del proletariado), habría sido, según estos publicistas conservadores, la base de la victoria mundial de la cultura “progresista” (un cajón de sastre ideológico donde se mezcla la tolerancia con las drogas, el aborto, la emancipación de la mujer y de las minorías, el desprecio a la autoridad y al sacrificio, la separación de la Iglesia y el estado, etc). Los ultras (y muchos conservadores) se consideran perdedores de la guerra cultural y piensan que el camino del desquite empieza por la lectura de los teóricos del “enemigo”. La huella de estas ideas es muy visible en los discursos actuales de los políticos españoles de derecha (gracias también a las fructíferas visitas de Steve Bannon): se habla de re-conquista (que supone una conquista perdida), re-arme (que supone un des-arme anterior), y todo ello “sin complejos” (que supone la presencia de complejos). Se trata, en suma, de una llamada a superar el supuesto desánimo por la derrota de los valores de Dios, Patria y Familia (en adelante DPF) y a volver a la lucha. Cabe preguntarse cómo se ha podido generar esta mutación de las ideas ultras. Ante el auge de los grupos y partidos que las defienden en Europa y en el mundo, no parece una cuestión baladí.
A lo largo de los años 60, para la izquierda se fue haciendo insostenible apelar a la revolución comunista. Ya empezó a ser difícil después de la invasión soviética de Hungría en 1956; con el aplastamiento de la primavera de Praga se volvió prácticamente imposible; luego, la caída del muro de Berlín en 1989 dio la puntilla definitiva. La izquierda se encontró huérfana de ideas-guía que, como la “revolución comunista”, pudieran sostener un deseo y un activismo orientado a la derrota del capitalismo. Las reivindicaciones de los derechos individuales (por otra parte, muy presentes en las calles en el 68) supusieron el recambio ideológico necesario para seguir promoviendo la acción política de izquierdas. De la expropiación de los medios de producción se pasó al derecho de los ciudadanos a una renta mínima.
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Por otra parte, el capitalismo consumista se ha ido adueñando de la agenda y los contenidos de los movimientos contraculturales de los años 60. Los ítems del listado “cultura progresista” (véase más arriba), conformado esencialmente por reivindicaciones de la esfera de los derechos individuales, están ahora a menudo integrados en la legislación (sin que haya habido ninguna revolución) y son, en muchos casos, tendencias ético-políticas mainstream. Tanto es así, que también cabría interpretar los grandes movimientos contraculturales como una manera que tuvo el propio capitalismo consumista de desprenderse de la moral DPF, ahora considerada una rémora. Con su habitual perspicacia, Pasolini leyó en este sentido la aprobación por referéndum de la ley del divorcio en Italia en 1974. Otros analistas, como Luc Boltansky y Ève Chiappelli, en su clásico libro El nuevo espíritu del capitalismo (2002), fueron más allá y arguyeron que más allá de los derechos, se trataba de una transformación que afectaba el propio modo de organizarse del capitalismo. Según estos autores, la “crítica artista” a capitalismo (resumida en el clásico eslogan “la imaginación al poder”) habría sido asumida dentro de las propias empresas como un camino de reestructuración postfordista de la producción: con jerarquías mucho más blandas, con estructuras rizomáticas, con elementos de participación en la toma de decisiones y con invitaciones a la autorrealización de los empleados. Se podría decir, en suma, que los contenidos de la contracultura y las mutaciones ideológicas de los partidos de izquierdas (las dos cosas están obviamente conectadas), han acabado convergiendo con la agenda capitalista.
La teoría de la hegemonía cultural de Gramsci no suponía que los contenidos culturales de los proletarios fueran una particular visión del mundo que se iba a imponer al resto, como si de la cultura de unos invasores se tratara. Al contrario, y siguiendo a Marx, Gramsci consideraba que la hegemonía cultural obrera absorbería la cultura burguesa (de ahí, también, la precisa invitación a crear una cultura nacional-popular). Una incorporación que seguía las leyes de la dialéctica marxiana, según las cuales el proletariado iba a suceder a la burguesía no como su completo contrario, sino como la clase que iba a cumplir la promesa de emancipación implícita en el capitalismo mismo. Como es bien sabido, este último era considerado una etapa necesaria en el camino hacia la realización de una sociedad sin clases. Se mantenía, por lo tanto, una perspectiva sólidamente universalista.
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La absorción parece haberse dado, sin embargo, en sentido inverso: es el capitalismo más desarrollado quien ha asumido los ideales de izquierdas en lo que a derechos individuales se refiere. Las grandes empresas tecnológicas como Microsoft o Facebook, o los grandes productores de contenidos culturales como Disney o Netflix son ahora, por ejemplo, unas de las puntas de lanza de la luchas por estos derechos. La globalización ha supuesto, además, una concreta (que no conceptual, como en Gramsci) universalización de todo ello. De manera un tanto incauta, la izquierda parece haber considerado la rápida expansión mundial de las reivindicaciones de los derechos individuales (desarrolladas en los estudios culturales, decoloniales y de género), como una victoria propia. Sin embargo (como Marx había observado), el capitalismo también promueve acabar con la moral DPF. No hay ninguna razón para no permitir a las mujeres o a las minorías étnicas o sexuales frecuentar con plenitud de derechos el espacio público y ser consumidores completos como todos los demás. Es más, el capitalismo los necesita: suponen la apertura a otros goces y por lo tanto a nuevos mercados.
Sin embargo, el capitalismo consumista y progresista es una visión utópica del mundo (la que se ve en la publicidad y mantiene su atractivo con enormes esfuerzos económicos y materiales). El consumismo real está, en cambio, atravesado por gravísimas contradicciones. La principal es que el individuo consumista se considera merecedor de todos los derechos y está, por ello mismo, perennemente y estructuralmente insatisfecho. Alentado por los mass-media, se constituye narcisisticamente alrededor de lo ilimitado de su propio goce y, una y otra vez, encuentra límites en su experiencia cotidiana (a sus ojos siempre inexplicables y siempre injustos). Crece así una enorme bolsa de resentimiento. Por otra parte, el consumismo propone la posibilidad de “realizar sus deseos” a cualquiera, pero no fomenta al mismo tiempo una efectiva igualdad de oportunidades. Sigue habiendo pobres y ricos. Grandes masas de personas crecen educadas al consumismo pero incapacitadas económicamente para poder realizarlo: su resentimiento es también enorme. El resentido se imagina a sí mismo cómo alguien contra el que se han cometido graves injusticias. La “víctima” va a ser, por ello, la figura central de la expresión de todo este resentimiento. Con ella (no tanto en lo concreto de su atropello, sino en lo genérico de su condición) se identifican todos los ofendidos del consumo.
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Cuando todo este malestar aflora a la superficie, la aparente universalidad del capitalismo progresista queda rota. Se rompe dentro de los individuos (escindidos entre el deseo de consumo y el resentimiento) y se rompe, por consiguiente, dentro de las instituciones que hasta ahora han soportado el desarrollo capitalista: el estado, la democracia liberal, la cultura de los mass-media. El mundo aparece entonces como un campo de batalla entre goces particulares que aspiran todos a su propia plenitud y luchan por imponerse sobre todos los demás.
El acierto de la los teóricos de la ultraderecha estadounidense fue detectar muy tempranamente la posibilidad de resignificación de DPF y del racismo. Ya no había que pensar ese acervo ideológico como una cultura dominante que había que defender en su posición de dominio. Ahora había que considerarla como una expresión del resentimiento. Había que vehicularla, por lo tanto, desde la posición de la víctima. No se trataba de negar los derechos a las minorías raciales o a las mujeres, sino de afirmar que ya tenían demasiados derechos: tantos que estaban oprimiendo injustamente a los demás. Se trata de argumentaciones que, lejos de ser una vuelta a lo pretérito, constituyen una alineación con la ética actual. La ultraderecha no ha hecho otra cosa que sumarse a la lucha entre “víctimas” por justificar su preminencia moral.
Ante todo ello, la izquierda está ahora desarmada. Por haber dejado que su perspectiva universalista se diluyera en el universalismo consumista, cada vez que ahora defiende un derecho individual, suena a Disney. Los resentidos la rechazan cómo si fuera una expresión de ese mismo capitalismo que los ha “engañado”. Los resentidos, por otra parte, no quieren otra cosa que realizar plenamente la promesa de goce del propio consumismo. Pero la izquierda está genéticamente imposibilitada para proponer algo en ese terreno.
Para salir de este embrollo, quizá valdría la pena leer de nuevo a Gramsci (de otro modo). Más allá de su credo marxista que daba por supuesta una cierta teleología de la historia, Gramsci (como Benjamin) perteneció a una generación que experimentó en carne propia la derrota de la izquierda a manos del fascismo. Su propuesta (una meditación sobre esa derrota) fue abandonar el universalismo esquemático del marxismo clásico y reconstruir un universalismo concreto a partir de la cultura nacional y de su historia. Para nosotros, esto significaría, abandonar el universalismo esquemático de los derechos individuales (sin perder su tensión ética y política) y abordar una delicada y compleja (pero no imposible) construcción de una historia mundial y de una cultura mundial-popular post-globalización.
En los barrios más pobres de nuestras ciudades, por ejemplo, hay muchas personas, migrantes y no, que están esperando que la izquierda les ofrezca una narración en la que estén integrados, no como bárbaros a los que hay que educar, sino como actores capaces de aportar elementos de reflexión y de desarrollo; capaces, en suma, de traer su historia como hebra de la historia de todos.
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