Opinión · Dominio público
El reto de Wikileaks
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Algo olía a podrido al sur de Dinamarca cuando las últimas filtraciones de Wikileaks fueron a parar a los medios que precisamente llevaron, por el ocultamiento obstinado de informaciones comprometidas, al nacimiento de la propia Wikileaks. Las repentinas conversiones, incluidas las de la prensa libre, no siempre responden al llamado de la fe. La información que se está brindando de los 250.000 cables refuerza las líneas editoriales tradicionales, más allá de algunos regalos que permiten pelear con más fuerza frente a alguna tropelía (Guantánamo o Couso, pruebas de la sumisión de las autoridades españolas a Estados Unidos).
Los borrones de la mucha tinta están pudiendo a las letras. Wikileaks, que se significó y adquirió credibilidad por sus informaciones sobre Kenia, Timor, Irak o Afganistán, se ponía ahora en manos de un neocártel informativo (Der Spiegel, The New York Times, The Guardian, Le Monde, El País) que compartía secretos, reglas y tamices. Si de las filtraciones del Watergate salieron los fontaneros políticos, en el neocártel, la fontanería es tarea de los propios medios.
El eco de los grillos aturde: que EEUU mantiene sus redes por el planeta; que los gobiernos latinoamericanos son, de una manera u otra, sospechosos; que los países árabes, aliados o no, sólo son tratables bajo el choque de civilizaciones; que los terroristas siguen conspirando; que Europa oscila entre el ridículo y la sumisión; y que Israel no aparece por ningún lado, aunque todo lo filtrado refuerza su peculiar manera de leer el mundo. En un curioso bucle, el poder imperial ha logrado poner en el planeta el más importante altavoz de sus interesados puntos de vista. No por culpa de Wikileaks, sino merced a la fontanería de ese neocártel que está elevando a verdad mundial las opiniones de embajadores, y también las del sastre de Panamá, de Tintín o del atribulado Cónsul Honorario de Graham Greene.
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No conviene leer los cables filtrados como chismes o señal de la mala información de la diplomacia. Todo lo contrario. Los análisis serios no se hacen in situ. La inteligencia está en los servicios de estudios, universidades y fundaciones del país investigador, no del investigado. La tarea de las embajadas, por el contrario, consiste en captar informantes, espías y agentes, algo que se logra no con inteligencia, sino con dinero, chantaje, sexo, concesión de estatus o invitaciones a un rancho, una cacería, una intermediación o un desayuno con vistas. No es que los cables sean chuscos, es que la diplomacia es así. Y pese a su ridículo, al igual que los anuncios de detergentes, es útil. La sumisión de judicaturas, bancas, fiscalías y ejecutivos (los parlamentos, impotentes, ni aparecen) demuestra que esa diplomacia vulgar y anecdótica, como las monarquías campechanas, es profundamente eficaz.
Pero Wikileaks no debe confundirse con la espuma de los cables estadounidenses. La reclamación de una red libre y la exigencia de una información veraz y transparente ha roto uno de los principales requisitos del modelo neoliberal: presentar los privilegios como premisa del interés general. Las respuestas en la red ante esas empresas, a las que no les molesta el Ku Klux Klan pero sí el presupuesto kantiano de la publicidad de las normas, señala una nueva pelea. Se ha empezado a hablar de la primera ciberguerra mundial. Al tiempo, el terrorismo de Estado apunta con convertirse en ciberterrorismo de Estado (incluidas detenciones sobre la base de acusaciones fabricadas).
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Wiklileaks y los voluntarios que comparten una nueva forma de compromiso en el éter de las redes representan un internacionalismo de nuevo perfil, alejado de las internacionales socialistas, comunistas o trotskistas, y también de ese germen de V Internacional que pretendía constituirse con los descolgados de las anteriores y los movimientos sociales. Esta VI Internacional no tiene sujeto, programa ni centro, moviliza puntualmente a brigadas o pelotones, es líquida, cambiante, dispersa y está conectada como la propia sociedad en la que opera. Por vez primera en la etapa del capitalismo de los últimos 60 años, la sociedad puede ir tan deprisa como las estructuras económicas del sistema. Si la bolsa se mueve por Twitter, los activistas también. No es extraño predecir que la inmediata gran batalla, derrotada por el momento la clase obrera por su nostalgia del bienestar perdido, el miedo a descender en la escala social, la televisión anestesiante y la falta de alternativas, tenga lugar en internet. Su trinchera será su democratización o su control. Wikileaks ha señalado la puerta del ágora mundial. ¿Quién tiene la llave?
Dice Slavoj Zizek que la filosofía germana, el utilitarismo inglés y la diplomacia francesa se expresan en sus retretes. El alemán deja las deyecciones patentes para su oportuno análisis. Los anglosajones evacúan en el agua para, según convenga, inspeccionar o eliminar los detritos. Los franceses mandan directamente las deposiciones a un agujero, lejos de la vista, lo que permite, diplomáticamente, negar cualquier relación del interfecto con las heces. Wikileaks nos ha hecho a todos guardianes de la mierda. Puede mirarse a otro lado, pero ahí está. Se trata de ver si, con las manos y la conciencia manchadas, pasamos a corresponsabilizarnos y romper el circuito perverso que confunde soberanía con privilegios.
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Como a aquel polluelo caído del nido en el invierno, el estiércol diplomático puede hacernos revivir y también atraer al gato con nuestro restablecido piar. Pese a las dudas del pájaro, el gato dudará menos cuando, satisfecho, se lo esté comiendo.
Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.
Ilustración de Enric Jardí
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