Opinión · Dominio público
Entre el eurocentrismo y el euroescepticismo
Filósofo del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra
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Las elecciones europeas de 2014 visibilizaron la irrupción de las fuerzas de extrema derecha en el Parlamento Europeo a través de diferentes grupos y, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, lograron avances significativos en diferentes países. La victoria del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia, con un 24,86% de los votos, marcó el inicio del cambio de rumbo que indicaba el creciente apoyo popular a las ideas euroescépticas y a los partidos de extrema derecha a la luz de la crisis política y económica de Europa. La coalición entre Frente Nacional y la Liga Norte italiana resultó en la creación del grupo Europa de las Naciones y las Libertades, que se configuró como una de las fuerzas del Europarlamento, junto con otros partidos consolidados en otros países que pedían el fin del euro, la revisión de los tratados sobre inmigración y el retorno de la soberanía nacional. Entre ellos el Partido de la Libertad de Austria (FPO), que obtuvo 19,7% en las elecciones europeas, y el Partido por la Libertad (PVV) de Holanda, que consiguió el 13,32% de los sufragios. Las encuestas apuntan que entre el 24 y el 30% de los asientos de la próxima Eurocámara podrían estar controlados por el bloque de extrema derecha.
El proyecto europeo de la extrema derecha está atravesado por dos pulsiones. La primera es la pulsión euroescéptica. En virtud de su ideología política, que se articula sobre tres grandes ejes: la exaltación étnica de un nacionalismo excluyente, la xenofobia antiinmigrante y el discurso populista antiestablishment, los partidos de extrema derecha perciben la Unión Europea como una amenaza para la homogeneidad cultural y la soberanía nacional de los Estados miembro. Las estructuras supranacionales de toma de decisiones de la UE, su perspectiva global y su promoción (al menos retórica) de la diversidad cultural van en contra de la misión de exaltar la nación, por lo que se oponen al proceso actual de integración europea. En este sentido, la extrema derecha esgrime un discurso euroescéptico basado en una identidad nacional exclusiva y excluyente, señala a los culpables (el establishment) y lanza mensajes populistas (echar a los inmigrantes, derrocar a las élites, etc.) que infunden sentimientos de odio, miedo y rechazo.
La segunda es la pulsión eurocéntrica. El eurocentrismo es una ideología supremacista que connota una creencia profundamente arraigada y compartida en la superioridad indiscutible de la civilización occidental, que supuestamente se manifiesta en logros civilizatorios como la ciencia, la tecnología, la burocracia, la democracia, la industrialización, etc. Se trata de una ideología anidada en gran parte de la tradición intelectual y la conciencia cultural occidental. En su programa electoral para las europeas, Vox recurre al discurso eurocéntrico que enaltece una identidad europea ficticia e imaginada: “Europa constituye la Civilización por excelencia, con no menos de dos mil quinientos años de historia”. Afirmaciones de este calibre son un auténtico disparate histórico y académico, un burdo anacronismo. Sabemos que la idea de Europa es un invento moderno, una creación de la Ilustración, y también sabemos que el proyecto de unificación europea solo ve la luz después de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial como proyecto de integración económica. Desde luego, ni la historia ni la filosofía son el fuerte de Vox.
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Históricamente, la visión de Europa como civilización homogénea ha sido una reacción ideológica ante lo que tradicionalmente Europa siempre ha clasificado como enemigo externo: la Europa cristiana contra el islam, la Europa civilizada contra el salvajismo de los indígenas americanos, la Europa capitalista y liberal frente a la Europa comunista durante la Guerra Fría, etc. La visión eurocéntrica de que la cultura blanca europea era la única cultura importante permitió a Europa dominar el mundo y hacer lo que sentía que tenía que hacer para asegurar su hegemonía. En nombre de dioses e imperios se practicaron genocidios, epistemicidios, invasiones territoriales y misiones civilizadoras. Los colonizadores consideraban a los colonizados como subhumanos. En 1950, Aimé Césaire lo expresó con brillantez en su Discurso sobre el colonialismo: “Me hablan de progreso, de realización, de enfermedades curadas, de niveles de vida por encima de ellos mismos. Yo hablo de sociedades vaciadas de ellas mismas, de culturas pisoteadas, de instituciones minadas, de tierras confiscadas. De religiones asesinadas, de magnificencias artísticas aniquiladas, de extraordinarias posibilidades suprimidas. […] Hablo de millones de hombres desarraigados de sus dioses, de sus tierras, de sus hábitos, de sus costumbres, de su vida, de la vida, de la danza, de la sabiduría. […] Yo hablo de millones de hombres a los que sabiamente se les ha inculcado el miedo, el complejo de inferioridad, el temblor, el ponerse de rodillas, la desesperación, el servilismo”.
¿Y si Europa, como espacio geopolítico y geoeconómico, en lugar de ser la solución a los problemas del mundo, fuese en sí misma un problema? ¿De verdad Europa es tan singular como para contar solo consigo misma? ¿O a la inversa, es parte del mundo con el que puede y debe aprender? ¿Cuáles son las condiciones que permiten aprendizajes mutuos? ¿No radica precisamente ahí la oportunidad histórica de que el Norte global aprenda de las experiencias del Sur global?
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Son algunas de las preguntas que Boaventura de Sousa Santos y quien firma este artículo planteamos en el recientemente publicado Aprendizajes globales: descolonizar, desmercantilizar y despatriarcalizar desde epistemologías del Sur. El libro es una invitación a que el Norte global aprenda en la escuela del mundo. En Patas arriba, Eduardo Galeano creó la metáfora de la “escuela del mundo al revés”. Con ella quiso denunciar el predominio de formas de socialización deshumanizantes que promueven a gran escala la desigualdad, la exclusión, la violencia, el individualismo, el consumismo, el conformismo, el miedo, la soledad, la guerra y el desamor.
La escuela mundo no es una escuela convencional. No hay profesores, ni alumnos, ni pupitres, ni cátedras, ni libros de texto, ni exámenes, ni calificaciones, ni horarios. Se aprende a trabajar en equipo y los aprendices deciden democráticamente cómo y sobre qué quieren trabajar. Es una escuela que promueve el diálogo horizontal a partir de la presencia de diversos saberes y prácticas; una escuela en la que conviven diferentes matrices de pensamiento sin que ninguna se arrogue el derecho de superioridad; una escuela que se configura como un espacio de creación y resistencia frente a la voracidad del capitalismo, del colonialismo y el patriarcado; una escuela que no transforma desde la teoría, sino en la que se camina, se habla, se escucha, se vive y se siente en común; una escuela que busca articular diversidades; una escuela cuya enseñanza más radical, en palabras de Achille Mbembe, es que “el mundo es un todo compuesto por mil partes. Por todo el mundo. Por todos los mundos”.
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¿Tendrá la Unión Europea que surja de las próximas elecciones la voluntad y la humildad suficientes para controlar sus pulsiones y aceptar el reto de matricularse en la escuela del mundo?
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