Opinión · Dominio público
¿Para qué una Europa-potencia?
Fundador de ATTAC y director general de 'Le Monde diplomatique' HTTP://WWW.MONDE-DIPLOMATIQUE.ES
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En Bruselas, y durante siete décadas, se desterraron algunas palabras del léxico de los funcionarios de las instituciones de la Unión Europea (UE). Utilizarlas –salvo si era para vilipendiarlas– era tan inapropiado como llegar a un cóctel vestido con un esmoquin blanco maculado de grandes manchas de grasa. Entre esas palabras, hay una que acaba de realizar un espectacular regreso: la de soberanía. Pero no cualquier soberanía, solo si es europea. Lo que lleva a cuestionar los espacios de soberanía nacional que aún subsisten en la UE.
No hay que olvidar que la política monetaria (con el euro), la política presupuestaria, la política comercial y la política de la competencia escapan casi por completo al control de los Gobiernos y de los ciudadanos de los Estados miembros de la UE. El presidente francés Emmanuel Macron, con sus recientes alegatos a favor de la soberanía europea, pretende extender a los ámbitos que dependen directamente de los Estados (diplomacia, defensa) el perímetro de ese federalismo económico y financiero que ya se encuentra en un estado muy avanzado, pero al que no se le llama por su nombre. Acaba de encontrar una aliada de peso en la nueva presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, cuya toma de posesión tendrá lugar el próximo 1 de noviembre. Aunque exministra alemana de Defensa, ha propuesto un concepto que no es –o aún no es– objeto de unanimidad en Berlín, el de un Ejecutivo europeo “geopolítico”.
Hasta la fecha, las instituciones y los Gobiernos europeos nunca habían razonado públicamente en términos de geopolítica, por lo tanto, con los atributos de la soberanía. Los dos ejes tradicionales de la acción exterior de la UE eran el atlantismo –la alineación con Washington y el estatus de buena alumna de la OTAN– y el libre comercio, herramienta de dumping social en los países industrializados y de tutelaje de los países pobres. En nombre del “América primero”, Donald Trump ha renunciado drásticamente a estos principios y ha dejado huérfanos a los dirigentes europeos, quienes añoran el confort de la servidumbre voluntaria.
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La reflexión estratégica de Emmanuel Macron quiere llenar este vacío desarrollando la idea de una Europa-potencia cuya envergadura recuerda la presidenta de la Comisión: “Somos una potencia de 500 millones de personas, la segunda economía más grande del mundo. Tenemos que ser conscientes de esta fuerza”. La cuestión es saber cuáles son las nuevas políticas cuya implementación posibilitaría esta fuerza y qué nivel de confrontación con Estados Unidos estaría dispuesta a aceptar la UE.
Por ejemplo, con respecto a los dosieres ultrasensibles de las relaciones con Rusia e Irán, las señales son contradictorias: por una parte, el presidente francés afirma que “Europa desaparecerá” si fracasa en la reincorporación de Moscú en el gran juego europeo; por otra parte, a la vez que invitó al ministro de Asuntos Exteriores iraní al G7 de Biarritz, no condena con firmeza la retirada de los estadounidenses de dos acuerdos históricos de los cuales Francia es signataria: el de París sobre el cambio climático y el de Viena sobre la cuestión nuclear iraní. El distanciamiento con Washington tiene sus límites…
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En realidad, a una Europa-potencia le falta un gran cometido, y solo puede estar en las antípodas de los acuerdos de libre comercio. Los alarmantes informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) nos proporcionan aquel que debería imponerse. Sin caer en la grandilocuencia, se trata simplemente del futuro de la humanidad en el planeta. Y el tiempo político acumula más retraso cada día con respecto al tiempo climático…
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