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Opinión · Dominio público

Alea jacta est!, la suerte está echada

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El sistema político español nacido en la Transición quizás haya cruzado su propio Rubicón con la sentencia del Tribunal Supremo. La sentencia es, a la vez, una cruel monstruosidad jurídica, un torpe error  político y una vengativa  provocación.

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No ha sido un juicio justo, ni se han garantizado los derechos de los acusados, pero tampoco el del resto de los ciudadanos, en tanto que la sentencia vulnera el derecho inalienable a la libre manifestación, cuando en un alarde de creatividad punitiva considera un delito de sedición la mera participación en una manifestación sin violencia.

¿Seremos considerados peligrosos sediciosos a partir de ahora aquellos que participemos en manifestaciones que exijan, por ejemplo, la derogación de la ley de la contrarreforma laboral, o la supresión del artículo 135 de la Constitución, o la ley mordaza, o la revalorización automática de las pensiones?

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Sin duda la sentencia tendrá unas consecuencias incalculables para la sociedad catalana, pero también las tendrá para el resto de la sociedad española y el régimen del 78, ya que se trata de una voladura controlada, por el momento, de los consensos territoriales de la Transición. Llega, en sustitución de la caduca democracia liberal, una nueva “gobernanza” con sus césares modernos triunfantes, tras la crisis interminable propiciada por el capitalismo neoliberal, despersonalizados y con muchos rostros e indumentarias.

Construida con los materiales de un tiempo en el que la democracia y los derechos sociales quedan sepultados por las llamadas verdades alternativas, antaño llamadas mentiras; la aplicación de una justicia creativa y nada independiente; la fabricación por spin doctors de storytelling o relatos aventados por los oligopolios mediáticos; la manipulación y el espionaje de policías políticas y secretísimas cloacas de inteligencia, públicas o privadas; un dinero que todo lo compra, ya sea reyes, presidentes o intelectuales ganapanes; la privatización de las instituciones del Estado para poder forrarse, protegerse y/o ganar votos; la aplicación de leyes mordaza ya existentes o las que se aprobarán ad hoc; los “paquetazos”, los recortes, los tijeretazos, de obligado cumplimiento bajo pena de condena a pan y agua dictados por los centros del poder global. Un mundo más cerca de las distopías de Huxley y Orwell o de las cinematográficas Matrix y Minority Report, que de los sueños emancipadores de Marx, Rousseau o  Mandela.  Un César, eso sí, muy líquido  y camaleónico que a veces se apropia del rostro  histriónico de un Berlusconi, de un Trump, de un Bolsonaro o, si conviene, de cualquier aburrido funcionario que pasaba por allí.

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La sentencia llega tras un largo y sinuoso  proceso, pleno de irregularidades mosqueantes, sospechas (cuidado, nada más que sospechas) de prevaricación, testigos poco proclives a decir la “verdad y toda la verdad”, desaforadas acusaciones de ominosos golpes de estado independentistas conchabados con los habituales sospechosos chavistas, comunistas y separatistas y  demás  enemigos de la España eterna. Es decir, de la España secuestrada por el pensamiento -por incurrir en un oxímoron- secular de una España edificada por los mitos de la Reconquista, el Imperio, el nacional catolicismo y la Unidad de Destino en lo Universal.

La vista transcurrió entre lloros, muchos pucheros, mucho dilema del prisionero entre los acusados, también mucha dignidad de algunos y algunas acusados, y demasiado “oiga, que yo no sé nada, que sólo pasaba por allí” exculpatorio y triste. Y dos misterios inextricables: uno, ¿quién ordenó que el 1-O la policía y la Guardia Civil se pusieran ciegos de dar hostias a todo el que se movía y no se movía? Y dos, ¿cómo fue que miles de policías, teléfonos intervenidos, infiltrados en los CDR, agentes encubiertos, y soplones a sueldo, no fueran capaces de detectar dónde narices estaban las 6.000 urnas chinas? Dos misterios más adecuados al teatro de marionetas de cachiporra, que de un difícil caso para Sherlock Holmes.

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Una puesta en escena abigarrada con sus cortinones ajados, paredes forradas de maderas oscuras y feas, una mesa demasiado pequeña para acoger a los siete magistrados con sus voluminosos ropajes y legajos, una imagen antigua que quiere evocar tradición y una respetabilidad que haga olvidar que el Tribunal Supremo tiene un pasado no tan pasado, que no fue ni reformado, ni purgado tras la dictadura franquista. Todo ello con un punto cutre y obsoleto, con la solemnidad de cartón piedra de magistrados, fiscales y abogados con sus puñetas y togas, rota dramáticamente por la esperpéntica presencia como acusación particular de ese macho alfa de la cabal hispanidad que es el ex boina verde Ortega Smith, siempre dispuesto a cambiar un argumento jurídico por un par de hostias bien dadas a quien fuere menester al grito de Arriba España. Un juicio siempre sincronizado con un machacón relato mediático sobre el supuesto garantismo de los derechos de los acusados, que para sí quisiera Montesquieu o el Tribunal Supremo de los USA (antes de conceder a dedo la victoria presidencial a Bush jr. y los nombramientos de Trump).

El espectáculo procesal orquestado bajo la escrupulosa dirección del honarabílísimo juez Marchena, “uno de los nuestros”, según el famoso whatsap que el jefe del comisario Villarejo, el bocazas Ignacio Cosidó, envió al chat de su colegas senadores del PP. Un contratiempo que obligó a Marchena a renunciar nada menos que a la Presidencia del Tribunal Constitucional. Mala suerte.

Por otra parte el procés, ese juego de las apariencias del sí pero no independentista, con sus toques de farsa y trapisonda, muy propios del costumbrismo de L’Auca del senyor Esteve, puesto en marcha por los taumaturgos Mas, Puigdemont, Torra, et allí, ha concluido en tragedia. Una tragedia para los hombres y mujeres condenados por el alto tribunal, para sus familias, para sus seres queridos. Pero, además, una tragedia para la convivencia, los valores y derechos de la democracia como sistema que debe regular los conflictos de intereses, propios de toda sociedad madura y pacífica. La inaudita violencia policial del 1-O y la aplicación rajoniana muy sui generis del artículo 155, con su correlato de encarcelamientos, disolución del govern mano judicial, oportunas huidas, inhabilitaciones de diputados, purgas masivas de cargos de la Generalitat, fue recibida con gran éxito  de crítica y público por los ultras en nómina de la derecha nacionalcatólica y neoliberal, pero también por muchos ‘intelectuales orgánicos” y cuadros políticos de la izquierda bipartidista , devenida  en bastión incondicional de la monarquía producto resultante de la Transición del franquismo.

Pero de poco sirve la melancolía, la indignación o el desconcierto, si no se asume que la sentencia muestra también la otra cara de la luna, es decir, el fracaso del procés unilateral, tan lleno de disparates, manipulaciones y engaños, por parte de unos dirigentes políticos oportunistas e incompetentes, que han llevado a un movimiento plural soberanista y democrático hacia un nacionalismo identitario e irredento. Un unilateralismo divisorio de una sociedad catalana construida, tras la muerte de Franco, con unos valores nacionales inclusivos, plurales y democráticos (Libertad, Amnistía, Estatut d’Autonomía). Una construcción nacional como la que soñaron gente como Tarradellas, López Raimundo, Raventós, Gutiérrez Díaz, Montserrat Roig, Maria Aurèlia Capmany, Francisco Candel, Josep Benet, y tantos y tantos otros, se ha echado por la borda a cambio de la frustración y puede que de una fractura en la propia sociedad catalana que, por mucho que se niegue una y mil veces, haberla la hay. Una fractura que crece, que está latiendo en la mente y en el corazón de muchos catalanes.

En vez de caminar hacia un “sol poble” cimentado en valores ciudadanos, multiculturales, mestizos, como es la sociedad catalana realmente existente, en vez de moldear un pueblo unido por derechos democráticos e igualitarios, con unos servicios públicos eficientes, con unas pensiones y unos salarios suficientes, por la desaparición de la pobreza, de la violencia contra la mujer, por extirpar la corrupción, muchos de los dirigentes políticos del procés han optado por los intereses electoralistas de un populismo identitario que les permita conservar el poder y los votos.

Algunos caudillos independentistas han trocado el “derecho a decidir” por un antiespañolismo grotesco y cada vez más simétrico del anticatalanismo promovido por partidos y medios de comunicación ultra españolísimos. Un independentismo que prefiere seguir alimentando el parany de una república invisible e inexistente, que buscar alianzas en la sociedad española. Un independentismo que escoge un “nosaltres sols” victimista y estéril, basado en la construcción de una la otredad de una España de fachas, toreros, tricornios, mangantes y otros horrores.

Es legítimo y necesario expresar la indignación por el atropello de la sentencia, pero conviene no perder la orientación en este bosque tupido de sombras y apariencias. Porque, paralelamente a la sentencia, Sánchez anuncia su propuesta de llegar a cuatro pactos de Estado con el PP y Cs. Uno de ellos, por supuesto, sobre la “cuestión territorial”. Al mismo tiempo, cierra las posibilidades a un indulto, que no es una solución, pero podría abrir una puerta para el diálogo político. Su rotunda afirmación de que no sólo hay que acatar, si no cumplir la sentencia, suena al siniestro “cumplimiento íntegro” de las penas y a una contundente amenaza de escalada represiva.

Aprovechando que el Llobregat pasa por Barcelona, se erige en el restaurador del bipartidismo que tanto añoraban González y Rajoy hace unos días, proponiendo que la investidura del presidente del gobierno español no precise de la mayoría absoluta de los diputados. Quizás ambas propuestas anuncian un nuevo tiempo que confirma que la sentencia es una baza electoral fundamental para el PSOE (como ya fue que no se aprobasen los presupuestos por “culpa” de los indepes). Es inconcebible que el “independiente” poder judicial-designado por el bipartidismo-dicte una sentencia que marcará la vida política durante mucho tiempo, en plena campaña electoral. Pura casualidad, of course. Advertidos estamos.

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