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Opinión · Dominio público

A vueltas con el SMI

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Trabajadoras en una fábrica. E.P.

Asistimos desde hace tiempo al debate sobre el incremento del SMI. En los últimos días, a partir de la composición del nuevo Gobierno y su promesa de un nuevo aumento del SMI, arrecian las declaraciones de diferentes sectores empresariales oponiéndose a esta medida. No es nuevo, no sorprende. Lo que ocurre es que empieza a ser sangrante y éticamente reprochable escuchar algunas declaraciones sobre la inconveniencia de este crecimiento precisamente de quienes han triplicado sus beneficios empresariales, o aumentado su riqueza personal, en los últimos años.

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Y es que, a pesar de lo que diga el Banco de España u otras instituciones empresariales, se trata de un análisis intencionado y además errado. Esta animadversión al crecimiento del SMI nace de un tipo de análisis económico, de corte neoliberal, que hace recaer en la pretensión salarial de los sindicatos la responsabilidad del volumen de puestos de trabajo y, con ello, de la existencia de mayor o menor tasa de desempleo. Desde esta ideología, en un mercado de trabajo “libre” de trabas (concepto de libertad negativa), el desempleo siempre sería voluntario, consecuencia de ese exceso de avaricia salarial de la clase trabajadora organizada que situaría la remuneración por persona empleada por encima de ese sacrosanto salario “de equilibrio” que dicta el mercado. No existiría en ese idealizado mundo de individuos egoístas el paro forzoso. Por ello, no sólo se critica ferozmente el SMI impuesto por el poder político, sino también los salarios impuestos por la clase trabajadora en el ámbito de la negociación colectiva. Eso sí, nunca sabremos si en ese mundo donde reina el autoritarismo neoliberal el salario de equilibrio sería o no suficiente para sobrevivir.

Muestra el poder económico una altísima sensibilidad por el volumen de empleo cuando hablamos de salarios. En cambio, no pierden un minuto en contabilizar la destrucción de puestos de trabajo que requiere mantener el proceso de acumulación de capital: en forma de excedentes brutos de explotación, aumento del valor bursátil de sus acciones o de los elevados salarios que gozan los directivos de grandes empresas. Porque al poder económico lo que realmente le incomoda es, como señalaba Kalecki, la posibilidad de ese pleno empleo que aumenta el poder de la clase trabajadora.

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Desde una perspectiva distributiva, el SMI no sería un obstáculo para el crecimiento del volumen de empleo de una economía, sino para la generación de un empleo de baja calidad. Y es que el salario es, como saben los millones de trabajadores y trabajadoras que conforman la mayoría social de este país, el principal medio de vida de la población, el instrumento primario de participación de las personas asalariadas en el reparto de la renta. El aumento del SMI impediría la existencia de las actividades empresariales que no pueden pagar un empleo digno, expulsando así del mercado a las empresas menos productivas, aquellas que basan su beneficio en salarios incompatibles con una vida decente.

Si lo que preocupa realmente es de volumen de empleo, deberíamos analizar aquellos factores que determinan la demanda de trabajo por parte de las organizaciones empleadoras, tanto privadas como públicas. En primer lugar, la demanda de trabajo es una demanda derivada de una necesidad productiva y no viene determinada únicamente por el coste salarial. La producción de bienes y servicios requiere, a pesar de las nuevas tecnologías ahorradoras en mano de obra, fuerza de trabajo. A nadie se le puede pasar por alto que una mejora del SMI se trasladaría en su totalidad a un aumento del consumo privado y con ello de la demanda interna, lo que provocaría un crecimiento del volumen de empleo. El análisis cuantitativo debería tener esto muy en cuenta.

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En segundo lugar, esta necesidad de mano de obra para la producción de bienes y servicios será mayor o menor en función también de la tecnología escogida por el empresario. En este caso, ahora sí, los precios relativos del trabajo (salario) y del capital, determinarán el qué y el cómo se produce, y con ello la mayor o menor intensidad en trabajo o capital del proceso productivo. Pues bien, el aumento del salario se convierte así en un potente dinamizador de las tecnologías más intensivas en capital, más productivas. Esto lo reconoce nada más y nada menos que Von Hayek, que algo sabe de neoliberalismo, cuando relaciona a los sindicatos con el crecimiento salarial por encima de la productividad y con la consiguiente atracción de capital. Porque los empresarios intentarán salvaguardar su beneficio acotando el crecimiento del coste laboral unitario real: reduciendo el coste salarial para captar mayor porcentaje de productividad, o aumentando la productividad por encima del incremento salarial. Desde este punto de vista el aumento del SMI garantiza la expulsión de las actividades menos productivas y promueve el cambio hacia un modelo productivo más intensivo en capital, con mayor generación de valor añadido; es por ello un dinamizador del proceso de inversión empresarial. Recordemos que la mayor parte de los países con mayores salarios mínimos tienen mayores niveles de productividad aparente del trabajo y mayor porcentaje del PIB destinado a la I+D+i.

Por último, el aumento del SMI, y creemos que es lo más importante, es determinante si queremos conseguir una mejora de los maltrechos niveles de cohesión social que padece nuestra sociedad, y reducir con ello esa pobreza salarial que se propaga por nuestro mercado de trabajo. Esta fue precisamente una de las medidas estrella que caracterizó el modelo sueco (Renh-Meidner) de relaciones laborales allá por los años cincuenta del siglo pasado. Su razón: una idea de pueblo donde prevalecía la equidad y la justicia social. Por eso, la mayor parte de países con mayor SMI también gozan de menores niveles de desigualdad social.

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Ahora el gobierno debe cumplir el contrato con el que se ha comprometido con la sociedad, negociando con los sindicatos y las organizaciones empresariales la senda de subida del SMI hasta alcanzar ese mínimo del 60% del salario medio que marca la carta social europea. Es la única vía para conseguir una sociedad más justa.

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