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Opinión · Dominio público

Angustia por la seguridad y negatividad de la realidad

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Un hombre con mascarilla camina por Shanghai, bajo unas cámaras de vigilancia en la calle. REUTERS/Aly Song

Desde comienzos del siglo XXI, diversos acontecimientos globales han acrecentado un sentimiento de angustia sobre la seguridad. Si la crisis económico-financiera del 2008, con sus recetas de austeridad económica y precarización social, sumió a nuestras sociedades liberales en una depresión colectiva, la pandemia del covid-19 nos ha abocado a un autentica angustia por reforzar la seguridad y la inmunidad.

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De nuevo nos encontramos ante la vieja tensión hobbesiana entre libertad y seguridad que ha atravesado el desarrollo histórico de las democracias liberales de la Modernidad política. El miedo nos ha condicionado siempre a aceptar acríticamente imposiciones sobre nuestras libertades. ¿La reacción ante el miedo y la angustia existencial colectiva será ahora la misma que en otros momentos históricos? ¿Cómo salvaguardar nuestras libertades y, consecuentemente, nuestras democracias occidentales en esta crisis del coronavirus?

Por una parte, vemos que muchas personas, en aislamiento ansiógeno ante los inminentes riesgos colectivos, están dispuestas a renunciar a sus libertades a cambio de una búsqueda continua de espacios y confines de seguridad, en aras de una mal entendida idea de seguridad física o de autoconservación. Por otra parte, la respuesta de las democracias liberales ante este tipo de crisis a veces no es ni democrática ni liberal, porque debilita el garantismo constitucional de los derechos fundamentales en favor de la defensa frente un enemigo que es preciso aniquilar o abatir, ya sea el crack financiero de 2008, el terrorismo yihadista o ahora la pandemia global. Cuando ese objetivo se coloca de manera preferente a la libertad y a la dignidad humana, se están poniendo a los preceptos democráticos liberales bajo una tensión evidente, a la vez que se atenta contra la unidad moral de una sociedad sin la cual no es posible el enganche legitimador de los ciudadanos con las estructuras normativas democráticas.

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Vemos, a veces preocupados, otras indolentes o, incluso, cobardes, cómo se limitan conquistas civilizatorias, se acentúa el autoritarismo o el tecno-totalitarismo y se introducen rupturas en el tejido social. Se va instalando en el imaginario social un discurso de exaltación de la seguridad y el orden, que deriva en una lógica de enfrentamiento casi militar o de guerra. Esta es una postura que conduce al inmovilismo y a la renuncia a buscar opciones utópicas de cambio social o alternativas a las situaciones reales de injusticia o de catástrofe.

A su vez, estas situaciones a veces son minimizadas o, incluso, negadas, como ocurre con el cambio climático y el calentamiento global, las teorías evolucionistas, el propio coronavirus en un principio. Y la negación viene alimentada por las posturas que intentar convencer a todos o, al menos, sembrar la duda de que nos engañan, construyendo una abstracción vacía de contenido que no ofrece una alternativa viable. Ante la dureza o la incomodidad de la realidad, algunos apelan a la incredulidad y a la regresión a un pasado escindido que se supone mejor, pero que nunca volverá. Y esto es lo que nos provoca un pánico moral o una reacción irracional de rechazo a las amenazas reales que se manifiestan contra los valores e intereses dominantes de la sociedad.

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Los miedos y la búsqueda de espacios de seguridad son un vector central en la estructuración social, que chocan cotidianamente con la necesidad de libre actuación de los seres humanos. Pero la libertad no consiste solo en hacer lo que se quiere, sino en hacer lo que se debe. Y aquí radica la cuestión, en la responsabilidad individual y colectiva para afrontar las crisis sin desenfocar los problemas o crear otros nuevos.

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