Cargando...

Opinión · Dominio público

Los últimos ejecutados en Zaragoza

Publicidad

El siniestro ceremonial volvió a ponerse en marcha en la madrugada del 10 de mayo de 1950, cuando cinco reclusos fueron llevados a capilla antes de ser conducidos ante el piquete de ejecución. Según se tiene constancia, aquella fue la última vez que los fusiles segaron la vida de presos políticos en el zaragozano cementerio de Torrero.

Click to enlarge
A fallback.

Todo había comenzado un año antes; a principios de 1949 el Comité Nacional de la CNT en el exilio se propuso acabar con una partida de guardia civiles infiltrados en la zona los Monegros, aunque el verdadero objetivo era mucho más ambicioso: atentar contra un tren de la línea Madrid-Barcelona en el que, según las informaciones que manejaba la organización, viajaría un grupo de personalidades del régimen. Se especulaba que el propio Franco podría estar entre ellos.

El plan se confió a un grupo de libertarios residentes en Francia con experiencia en combate. Antiguos milicianos de columnas anarquistas como la Durruti, soldados condenados a muerte o expresos políticos se contaban entre ellos. José Ibáñez, prófugo del servicio militar en España atendido en Francia por la Solidaridad Internacional Antifascista (SIA), era uno de los miembros más jóvenes del grupo. El otro era Ángel Fernández, un niño de la guerra que había crecido entre campos de refugiados y colonias escolares. Fernández, quien acababa de aprobar el examen de ingreso como mecánico en una escuela militar de aviación de la OTAN, militaba en las Juventudes Libertarias y accedió a la propuesta de varios veteranos amigos de su padre; su cometido se limitaría a conducir el vehículo que debía llevar al grupo anarquista desde el otro lado de la frontera hasta Sástago, unos kilómetros río arriba de Zaragoza. Ese era el lugar escogido para atentar contra el convoy.

Publicidad

Provistos de armas, explosivos y documentos españoles de identidad falsos, en la primavera de 1949 los once anarquistas llegados desde la ciudad de Lyon y el departamento del Aveyron entraron en España por el Puerto de Urdiceto. Caminaron en dirección sur guiándose por el curso del río Cinca hasta que lo abandonaron para dirigirse a la localidad de Hoz de Barbastro. Allí asaltaron el Ayuntamiento, obteniendo un botín formado por sellos y membretes para falsificar documentos o 22.000 pesetas en metálico. Robaron también una camioneta de reparto que les permitió proseguir su camino más deprisa. Sin embargo, estos hechos pusieron en alerta a las fuerzas de orden público.

Viajando por vías secundarias llegaron a Sástago, donde se reunieron con un enlace de RENFE y recibieron las primeras malas noticias: sus objetivos no iban a viajar en un convoy especial, sino que los vagones estarían unidos a otros ocupados por pasajeros civiles. El plan se derrumbaba, porque una cosa era acabar con altos cargos franquistas y otra muy distinta provocar la muerte colateral de centenares de personas: “no éramos guerreros, éramos simplemente libertarios” recuerda Ángel Fernández, quien había decidido continuar con el grupo a pesar de haber terminado con su tarea como chófer.

Publicidad

Para entonces ya los buscaban y dieron con ellos. Una pequeña leva compuesta por el alcalde de Alborge y varios falangistas los descubrió cerca del paso de la barca. El calendario señalaba al 27 de mayo cuando se produjo un tiroteo junto al Ebro: “a los disparos de los franquistas replicó Capdevilla con una ráfaga de metralleta. Todos salieron corriendo menos uno que quedó tendido en el suelo”. Tres días después de resultar herido, el alcalde Enrique Laborda, fallecía.

Tras el incidente y ante la certeza de que la persecución iba a redoblarse los libertarios acordaron dividirse. El último en incorporarse a la expedición, Sánchez Triviño, huyó por su cuenta y fue detenido cuatro días después. Otro tanto ocurrió con Alfredo Cervera, este a punto de cruzar clandestinamente a Francia. José Ibáñez corrió idéntico destino en Valencia. Los turolenses Fabián Nuez, Rogelio Burillo y Jorge Camón deambularon durante mes y medio hasta que fueron abatidos en una emboscada en Caspe.

Publicidad

Mientras, los cinco restantes –Ángel Fernández entre ellos- caminaron río abajo durante varios días. Sin perder de vista el Este decidieron pernoctar en una paridera en ruinas entre Caspe y Fraga. Uno de ellos debía montar guardia, pero el cansancio le pudo y se quedó dormido. Al amanecer del 6 de junio fueron localizados por guardias del puesto de Fraga. Comenzaba el suplicio: “nos pusieron de pie contra el muro en ruinas siguiendo dándonos golpes por todas partes. Todos teníamos las caras ensangrentadas y el cuerpo dolorido”, escribió Fernández en sus memorias autoeditadas. Fueron llevados al cuartel de la Guardia Civil de Caspe donde les esperaba el temido coronel Enrique Eymar. En todo momento su obsesión fue saber cuáles eran sus enlaces dentro de España o en qué lugares iban a refugiarse. Las palizas que recibieron durante el interrogatorio fueron de tal calibre que dejaron secuelas entre los detenidos durante semanas.

Tras pasar por la cárcel de Huesca se les trasladó a la Prisión Provincial de Zaragoza, de la que saldrían para ser sometidos a Consejo de Guerra el 19 de marzo de 1950. La sentencia fue demoledora: siete de los ocho detenidos fueron sentenciados a muerte.

Después de pasar 55 días encerrados en celdas de aislamiento, a la una de la madrugada del miércoles 10 de mayo del año 1950 se escucharon pasos en la galería. Cinco hombres fueron sacados de sus celdas y llevados a capilla antes de ser conducidos a la tapia del cercano cementerio. Entretanto, Fernández hablaba a través de la pared con Ibáñez, su vecino de celda: “le dije que el carcelero me ordenó prepararme para más tarde”, a lo que este contestó: “lo mismo me ha dicho a mí”. Los dos jóvenes libertarios quedaron esperando su encuentro con la muerte, pues por el momento nadie les comunicó que sus condenas habían sido conmutadas. Continuaban esperando cuando escucharon el estruendo de la descarga de fusilería y los tiros de gracia, pues tal y como apostilla el historiador Iván Heredia: “desde las celdas de la cárcel los reclusos podían escuchar perfectamente cada disparo, sonido que retumbaba en sus cabezas una y otra vez convirtiéndose en un verdadero martirio”. El ceremonial de la muerte continuó con el traslado de los cadáveres al depósito y su posterior sepultura en la fosa común. José Capdevilla, Alfredo Cervera, Mariano LLovet, Roger Ramos y Manuel Ródenas acababan de convertirse en los últimos ejecutados en la ciudad de Zaragoza.

El aciago final del grupo tuvo lugar dentro de un periodo de grave crisis de la lucha antifranquista y coincidió con una caída de guerrilleros urbanos sin precedentes, “la mayor que ha sufrido el movimiento a lo largo de toda su historia” recordaba Luis Andrés Edo. La resistencia de Facerías, Quico Sabaté o Ramón Vila, Caraquemada no fue más que el canto del cisne de la generación de combatientes libertarios que no abandonaron la lucha después de la Guerra Civil.

José Ibáñez Sebastián fue encarcelado en el penal de Ocaña, del que no saldría hasta 1970. Murió en 1996 en la más absoluta indigencia. Por su parte, Ángel Fernández recuperó la libertad en 1964 y rehízo su vida en Toulouse. En octubre de 2010 fue inaugurado el Memorial a las Víctimas de la Guerra Civil y la Posguerra del Cementerio de Torrero en recuerdo de otros tantos hombres y mujeres ejecutados en Zaragoza. Ángel Fernández había cumplido 85 años cuando supo que, entre las 3.543 placas del Memorial, no constaban las de sus compañeros. Desde su residencia en el sur de Francia emprendió una nueva misión y, esta vez, todo salió bien: hace siete años que los nombres de los cinco guerrilleros anarquistas ejecutados el 10 de mayo de 1950 se muestran junto a los de miles de asesinados en Zaragoza durante el franquismo.

Publicidad

Publicidad