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Opinión · Dominio público

¿Va todo mejor en Colombia?

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ESTEBAN BELTRÁN VERDES

Hace exactamente tres años, el 21 de febrero de 2005, ocho personas fueron asesinadas en la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, en el departamento de Antioquia, Colombia. Entre ellos, había tres niños: dos fueron degollados y el otro, decapitado. Para esta comunidad, tachada de subversiva por intentar permanecer al margen del conflicto armado que asola el país desde hace décadas, esta matanza era algo casi habitual. Desde su creación en 1997, más de 160 miembros de la Comunidad han sido víctimas de homicidio o desaparición forzada. Los responsables: las fuerzas de seguridad, sus aliados paramilitares y los grupos guerrilleros.

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Tras más de dos años de total impunidad, el pasado noviembre la Fiscalía General ordenó por fin la detención del capitán del Ejército Guillermo Armando Gordillo Sánchez y lo acusó de participar en la matanza. Las investigaciones penales confirman lo que Amnistía Internacional y otras ONG llevan denunciando desde hace tiempo: que la matanza fue perpetrada por miembros del Ejército que actuaban en coordinación con fuerzas paramilitares. En el momento de los hechos, había no sólo una, sino dos unidades de la XVII Brigada operando en la zona. Todavía no se ha establecido la responsabilidad de la cadena de mando.

Durante más de diez años, los miembros de la Comunidad de Paz han intentando ejercer su derecho a no ser arrastrados al conflicto. Pero, al exigir que las fuerzas de seguridad no entren en San José de Apartadó y en los poblados vecinos, se les ha acusado de obstaculizar la labor de las fuerzas de seguridad, de intentar crear un estado independiente e, incluso, de servir de escudo a la actividad de la guerrilla, pese a que ésta también ha criticado duramente su postura.

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Hoy, en el tercer aniversario de la matanza, miembros de la Comunidad de Paz que tuvieron que abandonar la zona tienen previsto regresar. En ocasiones anteriores, se han cometido graves violaciones de derechos humanos precisamente cuando la Comunidad pretendía repoblar las tierras abandonadas. Sin ir más lejos, el pasado 23 de diciembre, miembros del Ejército colombiano secuestraron y mataron a otra mujer. El cadáver, que mostraba señales de tortura, se presentó como el de una guerrillera fallecida en combate.

El caso de San José de Apartadó ilustra la participación del Estado colombiano en la crisis de derechos humanos que sigue sufriendo el país, a pesar de los anuncios triunfalistas del Gobierno de Álvaro Uribe, según el cual la desmovilización de los paramilitares, propiciada por la famosa Ley de Justicia y Paz, está funcionando a las mil maravillas: más de 30.000 paramilitares se han reinsertado en la sociedad, la tasa de secuestros ha descendido... ¿Todo bien? No. Este análisis parcial omite lo más importante: ¿Qué pasa con las víctimas que han sufrido y siguen sufriendo la violencia paramilitar? ¿Qué pasa con las cientos de miles de personas que lo han perdido todo a manos de los paramilitares, que han visto cómo su familia era asesinada impunemente, que han sido expulsados de sus tierras y malviven desplazados en su propio país, abocados a la pobreza y la desesperación? Para Amnistía Internacional, la Ley supone una garantía de impunidad para los responsables de violaciones de derechos humanos, y no garantiza la verdad, la justicia y la reparación a las víctimas, que son muy numerosas. Entre los sectores más castigados, se encuentran las comunidades de origen africano, indígenas, campesinas y desplazadas, así como los activistas de derechos humanos, comunitarios y sindicales. Estos grupos se han organizado para defender sus derechos y, al hacerlo, se han convertido en víctimas de graves amenazas y atentados.

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En las últimas décadas, los grupos paramilitares han sido responsables de algunas de las peores atrocidades cometidas contra la población en el largo conflicto colombiano. Se les atribuye más de 3.000 homicidios y desapariciones forzadas desde que anunciaron un “cese de hostilidades” en 2002. A pesar de la supuesta desmovilización, el paramilitarismo sigue vivo y actúa con total impunidad. El escándalo de su infiltración en la política estalló el año pasado y varios congresistas han sido Investigados por ello.

La población colombiana, como en los peores momentos del conflicto, sigue entre dos fuegos, porque al hostigamiento de los paramilitares y las fuerzas de seguridad se suman los graves abusos que perpetra la guerrilla.

En las últimas semanas, ha tenido amplio eco en los medios de comunicación la liberación, el pasado 10 de enero, de dos rehenes de relevancia por parte de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Se trata, sin duda, de una buena noticia, pero conviene recordar que la toma de rehenes es una infracción flagrante del derecho internacional humanitario y puede constituir un crimen de guerra.

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¿Y qué papel juega el Gobierno español en todo esto? Por ahora, el Ejecutivo apoya políticamente a la Ley de Justicia y Paz, tal y como ratificó el presidente José Luis Rodríguez Zapatero a su homónimo colombiano en su visita a España del pasado mes de enero. Esto es preocupante porque significa que no está teniendo en cuenta la voz de las víctimas para enmarcar su política bilateral con Colombia en un contexto de respeto a los derechos humanos. Un buen primer paso sería condenar públicamente las violaciones de derechos humanos cometidas por todos los actores implicados en el conflicto armado y un segundo, replantearse su apoyo a la Ley de Justicia y Paz. La defensa de los derechos humanos precisa más que nunca determinación y liderazgo. Los derechos humanos de millones de personas en Colombia están en juego.

Esteban Beltrán Verdes es presidente de Amnistía Internacional España

Ilustración de Enric Jardí 

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