Opinión · Dominio público
Desmemoria racista en la España de ayer y de hoy
Profesores de la Universidad de Granada
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La imagen de la rodilla de un policía blanco sobre el cuello del ciudadano afroamericano George Floyd y su posterior muerte volvieron a encender todas las alarmas sobre un problema, el de la violencia racial policial que es solo la punta del iceberg de un problema mucho más profundo y que interpela al corazón de nuestra cotidianeidad: el racismo en todas y cada una de sus vertientes. Y pese a que se volvió a colocar en primera línea de debate político un asunto aún no resuelto en Estados Unidos –y que no olvidemos, es universal y afecta a todos los países del mundo– el discurso mediático pronto ha sustituido unas reivindicaciones legítimas por imágenes de violencia de unas minorías y por las actuaciones de iconoclasia sobre símbolos del pasado colonial y esclavista en distintos estados. ¡Como si las estatuas no tuvieran fecha de defunción y tuviéramos que sentirnos más identificados con ellas que con aquellos que gritan “I can’t breathe”!, y ven pisoteada su dignidad por lo que representan.
Estas actuaciones no son fogonazos sociales irracionales sino que representan una manera de descolonizar la historia, de romper consensos nacionales de base étnica “blanca”, de reescribir la historia y de renovar la “memoria colectiva”. Como decía Fanon, “hablar es existir absolutamente para el otro”. A lo que estamos asistiendo no es sino un ejercicio sano de rebeldía. Sin embargo, tampoco son nuevas las reacciones que tratan de obviar el problema del racismo, una ideología y unas prácticas que tratan de inferiorizar a colectivos humanos y que inunda con su líquido venenoso todas las esferas de la vida social. Un racismo que da forma al sistema capitalista en el que vivimos y que sustenta el nivel de vida consumista y desigual en el que nos hallamos. Un racismo que sistemáticamente es negado en las narrativas nacionales, que lo consideran un hecho exclusivo del pasado o circunscrito a la extrema derecha, eliminando cualquier sospecha racista que nos inculpe como sociedad.
Escuchar estos días aquello de “aquí en España menos mal que no hay racismo” no deja de ser una frase que esconde la hipocresía y el desconocimiento de cómo hemos construido un “nosotros blanco”, embrutecido, nada empático y claramente egoísta. Considerar que la presencia negra en España no fue un fenómeno político y social relevante hasta finales de los años 80 no es sino la prueba y el reflejo de nuestra “desmemoria colectiva”. En España, al margen de las disputas por las diferentes identidades nacionales, existe un amplio consenso entre ellas construido en base a un consenso étnico. Somos “blancos” y europeos por mucho que hasta hace poco se hablara de que “África empieza en los Pirineos” o que durante la crisis de 2008 se hablara en Europa de los países del Mediterráneo como los PIGS. Hemos blanqueado nuestra historia intentando ser más europeos, más civilizados, en definitiva, más blancos.
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¿Quién va a querer ser negro en un país en el que nos hemos criado con manuales escolares en los que los negros son exponentes de la miseria y de la decadencia humana? En donde el sistema educativo nos enseñó que lo malo del colonialismo fue obra de un tal Leopoldo II –borrón y cuenta nueva–. ¿Quién se acuerda de que Guinea Ecuatorial fue colonia española, controlada con mano de hierro y en donde una institución racista como el Patronato de Indígenas jerarquizó a los africanos dentro de su situación de servidumbre?. Un sistema en el que la figura del español, hombre blanco, castellanoparlante, heterosexual y católico, aparecía como paradigma de Humanidad, al cual el negro debía aspirar. En la actualidad Guinea Ecuatorial es un país en donde se habla español, no por la inteligente estrategia de las instituciones de la lengua española, sino gracias a un intercambio con la Corona de Portugal que buscó satisfacer las necesidades de mano de obra esclava de muchos burgueses y nobles españoles en América. La mayoría de los jóvenes solo la conocen porque Mario Casas se quitó la camiseta en Palmeras en la Nieve.
Estamos en un país en el que para pedir dinero por parte de las ONGs se utilizan imágenes de niños pasando hambre y en donde nos sentimos reconocidos con el cooperante blanco que va allí a solucionar sus problemas, llevando una versión de la “civilización” 2.0. que limpia nuestras consciencias. Encender la televisión y ver a personas que han recorrido bosques, sabanas, mares y desiertos y que han sufrido toda clase de abusos físicos y psíquicos, son mostrados como agentes peligrosos y amenazantes que ponen en peligro nuestro modo de vida y nuestros privilegios. ¡Como si todo lo que tenemos fuera un regalo del cielo! No lo olvidemos, es ahora cuando la nueva colonización de África nos sale más barata, con élites políticas lacayas al servicio de Occidente y empresas multinacionales devoradoras de materias primas, cuerpos y almas negras, y una sociedad civil que no le cuesta trabajo mirar hacia otro lado. Nosotros también tenemos nuestra parte de culpa. Es desde el ordenador que trabajamos, el teléfono desde donde se lee esta noticia, en definitiva, buena parte de los productos que consumimos están elaborados en base a la explotación de personas que previamente han sido reducidas a condiciones degradantes, negadas en su humanidad y con las cuales no sentimos ni un mínimo de empatía. ¿Es esto un espejo en el que mirarnos para estar seguros de lo que no somos?
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Pero claro, dirán que España ni fue ni es racista. ¡Hasta nuestro modo de vida lo es! Ni el coltán de los teléfonos móviles ni el caucho de las ruedas de los coches, el petróleo o el gas, provienen de una cooperativa de Aravaca –lugar, por cierto, que vio el que ha sido considerado el primer crimen racista de la historia de España: el asesinato de Lucrecia Pérez en 1992. ¡Cuánta hipocresía la de un país que considera la conquista de América un “descubrimiento”, que ha subrayado el mestizaje como una bondad de la colonización, ha mantenido la esclavitud de personas negras desde 1518 hasta 1886, que institucionalizó un régimen racista en la actual Guinea Ecuatorial hasta 1968 y que hoy disfruta de la explotación de los recursos naturales de los países empobrecidos! La extracción de materias primas –dejando sin los medios de subsistencia, por ejemplo, a pescadores senegaleses que se enfrentan a la sobreexplotación de sus mares– o el acaparamiento de tierras (land grabbing) que no es sino un ejercicio de conquista por parte de empresas y gobiernos para satisfacer nuestras demandas consumistas, son dos ejemplos ilustrativos que cimentan nuestro supuesto Estado de Bienestar. ¿Y qué hay de la huella ecológica de cada occidental? Necesitaríamos varios planetas para que todo el mundo viviera de acuerdo a nuestro imperialismo doméstico, el que cada mañana nos pone un café o un té en la mesa. Pero reconocer este racismo nos señala con el dedo y eso es más incómodo.
Volvamos a la historia. Ni que decir tiene que nuestro sistema bancario o grandes obras como el primer ferrocarril peninsular, Barcelona-Mataró, no podrían haberse concebido sin el dinero procedente de la esclavitud. Sin embargo, lo celebramos como un gran éxito colectivo del país. Son muchas las calles o colegios públicos que han sido bautizados con los nombres de auténticos campeones de la trata de personas negras. Siguen vigentes en el callejero de ciudades que no se hubieran expandido de tal manera sin haber contado con un capital teñido de raptos y violencia racial. Los propios países americanos se construyeron en base a esta esclavitud y a la explotación de grupos racializados, y el desarrollo económico de Europa dentro del capitalismo hubiera sido inconcebible sin esa apropiación de cuerpos y almas negras.
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Pero esto es muy antiguo, superado ya, dirán. Acerquémonos un poco más. 1986, primera ley de extranjería. España se convierte oficialmente en la frontera de la Comunidad Económica Europea con África. Una de las más desiguales a nivel global junto a la de Estados Unidos y México. Comenzaron en ese momento las deportaciones contemporáneas. Assane Dieng sabe de eso allá por el 1989, cuando aún había consciencia en España de que éramos un pueblo migrante y hubo grandes movilizaciones en su favor, huelgas de hambre que no nos saciaban en nuestra lucha por la igualdad. Debemos aprender de nuestro pasado. Sin embargo, para la clase dirigente fue necesario asociar la inmigración a la delincuencia mientras la mano de obra agrícola se iba etnificando con una bolsa de trabajadores, muchos de ellos en situación “irregular” y más fácilmente explotables. Dicen todavía que vienen a quitarnos el trabajo….
Si hablamos de racismo explícito y violento podemos recordar la tragedia de Ceuta de 2014, con al menos 15 muertos, y en donde pese a que se negó por parte de las autoridades españolas la violencia policial, se demostró la existencia de disparos de las fuerzas de seguridad y devoluciones en “caliente”. También lo que pasa al otro lado de la “valla”, la externalización de las fronteras, forma parte del entramado racista geopolítico de Europa. En septiembre de 2005 murieron varios africanos a causa de unos disparos que no se investigaron ni en Madrid ni en Rabat. Mahmud Traoré lo relata en su obra Partir para contar. Son solo dos ejemplos. Dentro de nuestras fronteras también hay casos. Iliass Tahiri “murió” en Almería y no ha sido hasta hace poco, cuando contamos con pruebas de la violencia de los que lo redujeron, cuando el caso ha vuelto a salir a la palestra. También nos acordamos de Mamadou Barry, un joven de Guinea Conakri que murió tras ser reducido por 6 trabajadores y estar 20 días en coma. Su familia no tuvo acceso a la autopsia ni fue informada de su defunción. Casi nada. Violencia racista que se paga a través de nuestros impuestos y en donde el silencio social hace de anestesia y nos evita manchar nuestra conciencia.
Durante la pandemia, era perentorio recoger frutas, verduras y hortalizas en el campo español por la falta de mano de obra. Un momento en el que nos acordamos de los “negros”, aquellos con lo que se relajaron las medidas policiales, ya de por sí miopes ante la escasez de contratos de trabajo en el campo español. ¡Como si la ausencia de un contrato de trabajo no fuese racismo en un sector claramente etnificado! Pero claro, hay que llenar las estanterías de los supermercados mientras hacemos cola con nuestras mascarillas, las que nos tapan la boca aún más de lo que la tenemos.
Desgraciadamente contamos con una concepción de racismo muy simple y superficial. ¿Es realmente necesario que haya violencia física y esté grabado con el móvil para afirmar que existe? El propio concepto de negro ha sido construido con el único afán de deshumanizar para explotar y justificar la apropiación de sus cuerpos dentro de este sistema. ¡Qué poco nos quejamos de que haya miles y miles de personas racializadas trabajando en situaciones deleznables! No nos engañemos, no se llenaron las plazas para expresar nuestra rabia contra los abusos cometidos contra las temporeras de la fresa en agosto de 2018.
Que nos llevemos las manos a la cabeza porque grupos intentan derrumbar símbolos de un pasado colonial hay que interpretarlo como una manera de romper consensos sociales sobre la historia de un lugar, reescribir dicha historia desde una perspectiva más justa desde el punto de vista “racial”. La construcción del relato no puede atacar el corazón de la dignidad de colectivos que, además de verse minusvalorados e invisibilizados, siguen sufriendo racismo en todas las esferas de su vida. Acabar con las estatuas es luchar contra la desmemoria. No obstante, debemos ser conscientes de que, pese a que sirve de ayuda, no soluciona el problema de fondo. ¿Podría tolerar el poder que se erijan estatuas de Thomas Sankara o de la mismísima Lucrecia Pérez mientras el sistema capitalista y racial siga intacto y todo esté atado y bien atado?
Alcanzar la igualdad social no solo pasa por reconocer nuestro pasado y presente racista, sino que es necesario actuar para cambiarlo. Si nos quedamos solo en los gesto estaremos, como dice el cantante puertorriqueño René, en un “discurso político sin saliva”.
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