Opinión · Dominio público
La pandemia: no faltan leyes, faltan medios
Abogado. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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A pesar de los virulentos efectos de la pandemia, nuestro sistema jurídico ha demostrado que dispone de resortes suficientes para dar cobertura legal a cualquier medida que pueda adoptarse, tanto por el Gobierno central como por las Autonomías, para hacer frente a los efectos, de toda clase, que se derivan de tan deletérea invasión de los virus. Las leyes de excepción, constitucionalmente previstas, contemplan la posibilidad de declarar el Estado de Alarma, en circunstancias extraordinarias. Ahora bien, no se pueden equiparar las catástrofes naturales, la paralización de los servicios públicos esenciales (caso de los controladores aéreos del Prat) o desabastecimiento de productos de primera necesidad, con una crisis sanitaria originada por una pandemia como la que estamos viviendo.
La limitación de la libre circulación de personas (confinamiento de personas sanas) y vehículos parece una medida inevitable cuando las indicaciones de los científicos y especialistas la consideren necesaria. En todo caso el decreto en el que se acuerde debe ser aprobado por el Congreso de los Diputados, con la periodicidad que marca la ley de 1981 de Alarma, Excepción o Sitio. La misma ley autoriza la adopción de las medidas establecidas en las leyes específicas para la lucha contra las enfermedades infecciosas. Esta normativa complementaria es suficiente para adoptar todas las medidas o decisiones que estimen necesarias las autoridades y los especialistas sanitarios.
La Ley Orgánica del 14 de abril de 1986, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública, puede perfectamente contribuir a la lucha contra la pandemia siempre que existan razones sanitarias, en este caso incuestionables, de urgente y necesaria aplicación. Su texto es claro. Contempla medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad. Se deja en manos de los especialistas la posibilidad de adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos así como todas aquellas que se consideren necesarias en el caso de un riesgo de carácter transmisible.
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Por su parte de la ley General de Sanidad de 25 de abril de 1986 actualiza el funcionamiento de los servicios sanitarios y sin perjuicio de las competencias del Estado, abrió la posibilidad de transferir los servicios sanitarios a las Comunidades, manteniendo, en lo básico, la coordinación del Estado. En su momento se proponía que la transferencia fuese paulatina pero en estos momentos ya está totalmente consumada.
La ley siempre consideró esencial la atención primaria, en el área de salud, advertencia que nunca se ha culminado de manera satisfactoria a pesar de las reiteradas denuncias de los médicos. Aprovecho esta referencia para rendir homenaje a Juan Luis Ruiz–Giménez, recientemente fallecido, uno de los pioneros en la instauración de este servicio. También permite acciones preventivas de carácter administrativo. Las infracciones de estas medidas serán objeto de sanción administrativa, previa instrucción del oportuno expediente, sin perjuicio de las responsabilidades civiles, penales o de otro orden que pueda concurrir. ¿Qué más se puede pedir?
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Los negacionistas cuestionan las medidas sanitarias y los datos científicos, los oportunistas consideran el Estado de Alarma como una “dictadura constitucional”, provocando el asombro de la ciencia jurídica. Cuando consiguen la cogobernanza y se enfrentan a sus responsabilidades, se ven desbordados y descargan sus culpas sobre el Gobierno central que, a mi parecer, ha tardado demasiado en recuperar las riendas.
Pero, al parecer, el problema no radicaba en las dificultades científicas para enfrentarse a la pandemia y en la búsqueda, contra reloj, de una vacuna. La panacea consiste en una verdadera revolución legislativa. El Partido Popular, el 27 de julio de 2020, ha encontrado la pócima mágica en un denominado Plan B. En un ejercicio de modestia, ante los esfuerzos y dudas de los científicos, afirma que, en el Partido Popular “sabemos cómo enfrentarnos a situaciones de epidemia, algo que ya se ha hecho en el Gobierno de España” (¿podría explicar a los ciudadanos a que epidemias se refiere para que puedan comparar y valorar?).Nada que objetar a la pretensión de “ser útil y preservar la salud de los españoles que está en riesgo”.
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Parece que olvidan que el núcleo del debate constitucional radica en la posibilidad de adoptar medidas que afectan, sin exclusión, a todos los ciudadanos y que inciden de manera directa sobre derechos fundamentales. La posibilidad de distinguir entre el confinamiento domiciliario y el llamado confinamiento perimetral, se ha demostrado que es perfectamente posible con la legislación vigente. El internamiento de las personas sanas en su domicilio, solo es posible con la declaración del Estado de Alarma que, como dice claramente la ley reguladora, permite su instauración en algunas partes del territorio nacional. No me parece coherente acordar el confinamiento de toda la población si no estamos ante una grave crisis sanitaria que provoque una lógica alarma generalizada. La propuesta sobre el control del confinamiento perimetral tiene nada de novedoso y no necesita ninguna modificación legal. Es obvio que tiene que adaptarse a los principios de necesidad, idoneidad y proporcionalidad.
Las propuestas en materia sanitaria me parece que ya están suficientemente cubiertas por la legislación vigente. Rectifican su posición inicial y reconocen el carácter vinculante de las alertas de la OMS y el Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades. Repasen las hemerotecas. Nos congratula la potenciación de la Atención Primaria y de los Centros de Salud, a efectos de colaborar activamente en la gestión de crisis.
Termina su Plan B con una propuesta de modificación de cinco leyes: Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, Ley de Contratos del Sector Público, Ley de Investigación Biomédica, Ley de Garantías y Uso Racional de los Medicamentos y Productos Sanitarios y Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias. Todo ello sin hacer la más mínima mención a las políticas de recortes que ha impuesto cuando ha tenido en sus manos el poder. También sería interesante, para abrir el debate de fondo, que nos informara de dónde piensa obtener los imprescindibles recursos económicos para desarrollar todo este arsenal legislativo.
Algunos todavía sostienen que tenemos uno de los mejores sistemas de salud del mundo. Por supuesto teníamos una asistencia pública universal y gratuita de un altísimo nivel profesional y con medios si no plenos sí satisfactorios. La cruda realidad y las estadísticas nos dicen que las recetas aplicadas para hacer frente a la crisis bancaria, que pagamos entre todos, no han sido otras que la de adelgazar las inversiones en medios de sanidad pública y en mantener los niveles de personal necesarios. La realidad no puede disimularse ni enmascararse con la cobertura de propagandas, repicadas por medios afines.
Concretamente, en las Comunidades de Cataluña y Madrid se ha multiplicado la inversión en la sanidad privada, cofinanciada por inversiones públicas. Nada que objetar a una sanidad privada siempre y cuando no se debilite, en lo esencial, la sanidad pública. Por cierto, será conveniente y además legalmente obligatorio que conozcamos, con datos precisos y a ser posible desglosados, cuál ha sido la aportación de la sanidad privada a la lucha contra la pandemia.
En definitiva, creo que los ciudadanos españoles deben conocen perfectamente que con las leyes actuales se pueden tomar todas medidas que estimen necesarias los especialistas, pero que los medios que disponemos para ofrecer un tratamiento lo más eficaz posible son claramente insuficientes. He aquí el dilema: invertir o no invertir en sanidad pública, esta es la cuestión.
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