Opinión · Dominio público
Marea negra
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JOSEP FONTANA
Hace mucho tiempo que he dejado de creer en la racionalidad de la especie humana. Me resisto a considerar como racionales a quienes entregan su vida en un atentado suicida con la esperanza de gozar de otra vida mejor en un paraíso. Ni a los que amargan su existencia sujetándola a los preceptos irracionales de sus iglesias, con la esperanza de que estos sacrificios les serán compensados en otro paraíso. ¿O acaso en el mismo? ¿Van al mismo lugar los cristianos reprimidos por el oscurantismo clerical y los terroristas suicidas musulmanes? ¿O acaso hay más de un paraíso? Y si es así, ¿qué ventajas e inconvenientes tiene cada uno de ellos? Son puntos que convendría aclarar y sobre los cuales, a falta de las informaciones de alguien que haya regresado de ellos, seguimos en la incertidumbre.
De momento, los californianos que esperaban hace pocos días que viniese el propio Jesucristo a aclarárselo se han visto frustrados, y siguen esperando, como algunos millones más de norteamericanos piadosos, que el Mesías venga a abducirlos para contemplar desde arriba cómo los demás nos debatimos en medio de los horrores del fin del mundo. A los impíos, en cambio, no nos queda más que tratar de hacer el mejor uso posible de nuestra única vida, tras la cual tendremos “una noche perpetua para dormir”.
No es menos irracional, sin embargo, la conducta de los votantes que eligen a políticos que van a gobernar contra sus intereses. La marea negra que acaba de entregar más de media España a una derecha cerril, heredera del franquismo que costó 40 años desalojar del poder, es una buena muestra de lo que digo. Admito el derecho de los votantes a descabalgar a los socialistas de sus puestos de mando, donde habían cometido todo género de errores y abusos; merecido lo tienen. Pero que la solución sea entregar el país a los posfranquistas me parece terrible. Nunca hubiera imaginado, por ejemplo, que fuesen tantos los extremeños que han olvidado que sus abuelos fueron oprimidos y explotados –y muchos de ellos asesinados– por esas derechas a las que ahora votan.
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Mi viejo maestro don Ramón Carande me decía en una carta de julio de 1970 que lo que necesitábamos era crear “muchos miles de escuelas y maestros”, porque “únicamente cuando lleguen a discurrir los españoles, discurriendo harán que se conmuevan las estructuras más reacias, y barrerán a las que ya están putrefactas”. Está claro que no hemos conseguido enseñarles a discurrir, y que no hemos sido capaces, por ello, de barrer entre todos la herencia putrefacta del franquismo.
Quisiera aclarar, sin embargo, que al calificar a esta derecha de contraria al interés de la mayoría no me baso en el hecho de que entre sus elegidos haya un amplio repertorio de corruptos, algunos imputados por los jueces. Desde que Gibbon dijera que “la corrupción es el síntoma más infalible de la libertad constitucional” nos hemos acostumbrado a aceptar su presencia en la política como algo normal. Personalmente he de reconocer que he conocido a algunos políticos honrados, pero no estoy seguro de que fuesen mayoría.
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Lo que resulta más preocupante para el conjunto de los ciudadanos es lo que puede suceder en el futuro, si esta derecha llega, como todo parece anunciar, a adueñarse del aparato del Estado. Algo que ansía hasta tal punto que no dudo de que va a intentar conseguirlo acelerando el hundimiento de nuestro crédito público por el procedimiento de sacar a la luz todo tipo de posibles corruptelas en las haciendas municipales y autonómicas que han caído ahora en sus manos –ellos que suelen ser tan tolerantes con las que cometen los suyos–, con el fin de organizar un escándalo que acabe de hundir la valoración de la deuda española y haga inviable la continuidad del Gobierno actual.
Tras lo cual vendrán a rescatarnos de la quiebra, dispuestos a seguir al pie de la letra las exigencias del “consenso de Berlín”, que es quien dicta ahora las reglas que nos afectan más directamente, recortando nuestros salarios, nuestras pensiones y nuestros derechos sociales (la señora Merkel ya ha comenzado a avisarnos de que tenemos demasiados días de vacaciones). A lo cual se añadirá, naturalmente, la disminución de las cargas fiscales de las grandes empresas, aunque esté más que demostrado que este es un camino que sólo sirve para aumentar los beneficios de estas, pero no sus inversiones ni, en consecuencia, los puestos de trabajo, que podrían crearse, en cambio, con una mayor inversión pública, basada en una presión fiscal más equitativa.
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Con lo cual van a acentuar nuestra crisis y nuestra miseria, incapaces de seguir el consejo que Mark Weisbrot nos daba en The Guardian el 29 de enero de este año: “España debería oponerse a aceptar las políticas que prolonguen su crisis y le impidan reducir el paro”. Por ahora nuestra “izquierda realmente existente” ha sido incapaz de hacerlo; pero lo que nos espera a manos de sus previsibles sucesores es mucho peor.
Resulta triste tener que decirles a los jóvenes indignados que se manifiestan en nuestras plazas que no van a conseguir nada, entre otras razones porque sus padres se han encargado de votar a quienes no sólo hacen mofa de sus protestas, sino que han empezado ya a advertirles de lo que les espera con los primeros desalojos policiales.
Va a haber que trabajar mucho, y con mucha seriedad, para librarnos de la marea negra que nos invade.
Josep Fontana es historiador
Ilustración de Iker Ayestaran
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