Opinión · Dominio público
Sobre la violencia cultural y simbólica
Catedrática de Educación Artística y Visual de la Universidad Complutense de Madrid
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Recuerdo uno de los primeros libros que leí sobre feminismo y educación, hace ya varias décadas: era un pequeño libro de Montserrat Moreno, Cómo se enseña a ser niña, donde Margarita, una ficticia niña iba por vez primera a la escuela y en ella, desde el primer día, tenía que comprender y manejar los códigos culturales que le hacían pertenecer a veces y otras, saberse excluida del grupo de “los niños”. Margarita, como el resto de mujeres socializadas en un lenguaje que entiende lo masculino como genéricamente humano, tuvo que hacer un ejercicio de pensamiento crítico y contextual en unos manuales escolares dirigidos casi exclusivamente a los niños.
Tuvo que aprender meticulosamente los elementos relacionales para saber dónde era bien recibida y no, y tuvo que realizar un fino ejercicio de disección crítica para adivinar que bajo el concepto de democracia ateniense las mujeres no estaban incluidas, del mismo modo que no lo estaban en los principales hitos civilizatorios como la Revolución Francesa, el concepto de ciudadano o el sufragio universal, porque a las mujeres no se las consideraba universales. Margarita no sólo no estaba incluida, sino que se determinaba muy claramente su papel subsidiario y de cuidado, no de sí, sino de los hombres a su cargo.
Lo que estudiaba en biología, desde la supuesta evidencia científica, apuntalaba el papel predominante del macho de la manada, el harén y el dominio de la fuerza y la religión, por su parte, coherentemente señalaba cómo el pecado original provenía del desatino de la primera mujer y su consiguiente limitación posterior. Toda una construcción cultural, científica, religiosa y educativa que ha legitimado no sólo la exclusión de las mujeres como escritoras, científicas, creadoras, educadoras o economistas sino casi como merecedoras de dignidad humana. Esto no sólo lo aprendieron las niñas sino también los niños, educados en un universo simbólico de necesariedad y protagonismo (sobre todo si eran de clase media occidental burguesa) y de entender a las mujeres como subsidiarias de sus propias necesidades, por muy caprichosas que fueran.
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Cuando nos preguntamos cómo erradicar la violencia directa, no podemos esquivar la violencia cultural. Señalaba el teórico sobre la paz, Johannes Galtung que en los estudios sobre violencia podemos diferenciar entre varios tipos que, íntimamente relacionados, se sustentar, justifican y retroalimentan, en una suerte de triángulo que explica no sólo la violencia directa -la violencia física que emerge en determinados momentos haciéndose insoportable e intolerable- sino dos tipos de violencia que sustentan la base de un triángulo y que sin ellas probablemente esta violencia directa no emergería. Nos referimos a la violencia estructural y a la violencia simbólica, dos formas más sutiles de violencia, pero no por ello menos letales.
Galtung sostiene que la violencia puede definirse en relación con del tipo de daño que produce así como en relación con las necesidades humanas que limita. Tanto la violencia directa como la violencia estructural dificultan la integridad corporal y psicológica, las necesidades materiales básicas (necesidad de descanso, nutrición, movimiento, salud, etc.), así como los derechos humanos clásicos (libertad de expresión, educación, trabajo, etc.). Mientras que la violencia directa es la violencia con un sujeto, la violencia estructural es la violencia sin sujeto, y la violencia cultural sirve como legitimación de ambas.
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La mirada historicista y formal -aquella que sólo alude a la composición, pincelada, estilo y vida del autor- sobre la mayoría de las obras que inundan los espacios culturales, que se erigen además como espacios legitimados que marcan lo que es y no valioso de una cultura, transmite de modo inconsciente pero certero modelos, conductas y modos de mirar. A través de esa mirada acrítica e irresponsable, Margarita y sus compañeros se han acostumbrado a la posición horizontal de los desnudos femeninos frente a las miradas de poder, o a la mirada sumisa de quien no imagina el alzarse como sujeto.
Margarita asume la mirada vouyeurística sobre la vida de los otros, una mirada que se convierte en posesión incluso de las figuras que como ella, solo son representadas como objeto de consumo. Nos hemos acostumbrado a unas políticas de visibilidad, a un reparto de lo sensible que nos aparta de los ideales emancipatorios, que diría Rancière, a las metonimias de un legado cultural, que transmiten la visión universalizante de unos pocos -un género, una clase social o un origen-, sobre el resto del mundo. Una visión que ha dejado mudas y ciegas las otras voces y miradas, porque, como señalaba Derrida, la lengua del imperio se habla sin acento, sin cuerpo, y podríamos añadir con un género que se arroga universal.
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Así, la construcción jerárquica y excluyente del mundo se asume como válida y única, incluso entre los que son, somos, objetos de contemplación o interpretación, pero no sujetos posibles, a los que se nos impide pensar otros modos de concebir la realidad. De esa historia se eliminan metódicamente las resistencias, las transgresiones, las desobediencias, la inteligencia de los disidentes, la sagacidad de los outsider, las posibles vías de responder y resistir creando a un sistema injusto. Es la existencia vicaria que señalaba Hannah Arendt o la reflexión de Paulo Freire cuando señalaba en su magnífica Pedagogía del oprimido, que el invadido ve la realidad con la visión del mundo de los invasores de los que eliminan su “creatividad” y su expansión. Eso se llama violencia cultural, donde la visión simbólica de la realidad no puede concebirse más que como aquella que cierra e inmoviliza.
Hace poco, tras acompañar a alguien a ver una polémica exposición, me confesaba meditabunda, que no sabía ser crítica con las imágenes, los cuadros, los legados culturales, que había perdido esa capacidad o tal vez, que nunca la había adquirido. Y me quedé pensando. La educación que se afana en combatir la violencia debe educar en cómo los símbolos culturales conforman dicotomías excluyentes, miradas que nos enseñan a excluir, y que son también formales y visuales. Sólo una mirada liberadora puede hacer caer la visión monolítica de los espacios culturales, ponerla en entredicho, comprender cómo las estructuras formales conforman las estructuras simbólicas y cómo la retórica visual convence incluso de lo que éticamente ponemos en entredicho.
Los discursos culturales pueden hacer sentir valiosas a las personas, o hacerlas sentir prescindibles, despreciables y hasta ridículas. Nuestra referida Margarita, al igual que sus compañeros de clase, pueden seguir aprendiendo la falta de valía del género femenino amparado en un discurso histórico cerrado e inmovilizador, o pueden, por el contrario, sentir que a pesar de los obstáculos y dificultades, los seres humanos han tratado de construir su destino y su mirada, educada, puede pensar en otros modos, liberadores, de representar la realidad.
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