Opinión · Dominio público
Soy el gato de Assange
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Disculpe si ha caído en la trampa del click (clickbait), el titular-cepo de este Internet donde los gatos son los astros. Gracias por su calderilla limosnera, por los minutos que (esperamos) nos conceda en esta economía de la atención digital. Pero no soy Cat-stro o Castro, como Julian Assange bautizó a su felino. Un “juego del lenguaje” de ese émulo informático de Ludwig Wittgenstein. Un guiño (¿irónico?, ¿cómplice?) a los “socialcomunistas bolivarianos” que le alojaron durante siete años en la embajada londinense de Ecuador.
En la primera década del s.XXI, un populismo antiglobalizador, antagónico al actual, abanderaba el altermundismo de izquierdas. Y se tradujo en una ola de gobiernos progresistas en Latinoamérica. Ecuador ofreció el único apoyo que recabó la disidencia digital inspirada en Wikileaks. Entonces, Steve Banon, autodenominado “leninista de derechas”, aún no había reemplazado la esperanza de que “otro mundo es posible” por el nacionalismo xenófobo de las franquicias neofascistas de Donald Trump y las neo-zaristas de Vladimir Putin.
En 2012, el internacionalismo y la diplomacia de los derechos humanos todavía plantaba cara a las guerras humanitarias (de inhumare, enterrar), ofreciendo asilo a los insumisos digitales que las denunciaban. Fidel Narváez, el entonces cónsul ecuatoriano en Londres, sacrificó su cargo por acoger a Assange. Txema Guijarro rinde homenaje a ambos, en un libro reciente: El analista. El actual diputado de Unidas Podemos también relata cómo gestionó el refugio de Edward Snowden en Rusia, con la ayuda del cuerpo diplomático ecuatoriano. Habían fracasado los intentos de enviarle a Venezuela, Ecuador o Bolivia: únicos países dispuestos a acogerles.
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De hecho, el avión presidencial de Evo Morales llegó a ser secuestrado, retenido y registrado en Viena, por si trasladaba a Snowden. La escena abre el libro-crónica escrito por H. Juanatey que comento y al que ahora aporto un prólogo y un epílogo. Como Wikileaks, el primero es una utopía digital que logró hacerse presente y el segundo, la distopía que la combate.
Hace seis años que lo publicamos. Cuando Assange se refugió en la embajada ecuatoriana, cundieron en Latinoamérica los llamamientos, liderados por Dilma Rousseff, a crear una Internet liberada de la monitorización corporativa y el espionaje de los EE.UU. El Ecuador de Rafael Correa intentó crear una Silicon Valley amazónica, inspirada en los bienes comunes de los pueblos indígenas. Al mismo tiempo, se planteaba un cambio de modelo productivo basado en el conocimiento libre y abierto que, entre otros muchos, impulsaban los criptopunks de Wikileaks y el movimiento cooperativo digital. En 2013, Correa declaraba: «Los neoliberales impulsan los paraísos fiscales. Nosotros vamos a impulsar los paraísos del conocimiento, el conocimiento del bien público y de acceso abierto [...] El neoliberalismo produjo islas fiscales, el socialismo del siglo XXI produce islas de conocimiento libre».
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Aquel Presidente de Gobierno impartía una clase de economía social, remezclando referencias marxistas, digitales e indigenistas. Apostaba por cambiar «la matriz del sistema productivo». Las iniciativas se englobaron bajo el paraguas de la FLOK Society. Siglas que denotaban una opción tecnológica y, por tanto, política manifiesta. Free, Libre, Open Knowledge Society. Sociedad del Conocimiento Libre y Abierto. Y cuestionaba la geoestrategia Norte-Sur: «Ellos producen conocimiento, nosotros bienes ambientales», decía Correa. Impugnaba la división internacional del trabajo, entre países industrializados y los productores de materias primas. El Norte impone copyright y aranceles a la circulación del conocimiento y los equipamientos digitales. La Amazonía, en cambio, genera puro bien común: oxígeno para el planeta, imposible de privatizar y tasar. Era hora de reclamar “una pachamama del conocimiento común y abierto”.
La FLOK ecuatoriana fue finiquitada, como el asilo a Assange, por el gobierno de Lenín Moreno. Pero, si cabe, cobra mayor significado cuando incluso los voceros empresariales y la R.A.E. reconocen la amenaza del “capitalismo de vigilancia” y la izquierda debate futuros digitales "más allá del capital”. La FLOK entroncaba con el proyecto Cybersyn, que Salvador Allende pretendió implantar en el Chile de los 70. Aquel socialismo democrático anunciaba un modelo de coordinación y planificación económica digital ajeno al totalitarismo chino y la monitorización digital forzosa.
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Snowden logró refugio en Rusia comprometiéndose a no liberar información que afectase a EE.UU. y, menos aún, a Putin. En cambio, Wikileaks, durante el gobierno de Correa y mientras Assange disfrutó de Internet en la embajada ecuatoriana, liberó (entre otros) los Syrian Files y documentó las herramientas digitales del espionaje masivo de la CIA. Las macro-filtraciones contra las guerras neocoloniales y cibernéticas acabaron cuando, invitada por el gobierno de L. Moreno, la compañía tecnológica española UC Global (investigada en la Audiencia Nacional) recibió el encargo de “velar por la seguridad” de la embajada ecuatoriana. En realidad, espiaba para EE.UU. a Assange, al personal diplomático, al mismo ex-presidente Correa y a sus círculos. Dicha empresa grabó las conversaciones del australiano (incluso en el cuarto de baño), incluidas las que mantenía con los abogados encargados de su defensa. Y, con la excusa de blindar la embajada, preparó los planos que permitieron detener a J. Assange.
Desde abril de 2019, Assange está recluido en la cárcel de alta seguridad de Belmarsh (la “Guantánamo británica”), donde 65 de los 160 internos han dado positivo por COVID-19. Habiéndosele negado la fianza y la libertad provisional, Assange acumula diez años de privación de libertad que, según el relator de Derechos Humanos de la ONU, "no sólo son una detención arbitraria sino que pueden suponer también tortura y tratos crueles, inhumanos o degradantes".
Assange se ha enfrentado a un proceso de extradición que vulneró el derecho a preparar con su equipo jurídico la defensa de forma confidencial. Luego se le impidió interactuar con sus abogados durante las sesiones que concluyeron el 1 de octubre. El próximo 4 de enero, se dictará sentencia, avalada por una jueza, instructores y testigos de la acusación que manifestaron evidentes conflictos de interés con el acusado, debido a sus lazos con el espionaje y los círculos militares estadounidenses.
Assange podría ser extraditado a EE.UU y acabar condenado a 175 años de prisión, por 18 cargos criminales que se le imputan, desde espionaje (¡según una ley de 1917!) hasta conspiración para cometer piratería informática. Quien fue nominado (junto a la informante Chelsea Manning, con siete años de prisión y dos conatos de suicidio) al Nobel de la Paz de 2020 le esperaría la prisión federal de Florence, Colorado (el "Alcatraz de las Rocosas"). Sería recluido junto a terroristas como Unabomber o el del atentado de Boston y el narcotraficante mexicano, El Chapo. Se le sometería a confinamiento solitario y permanente en una celda de cemento con una ventana de diez centímetros de ancho, seis controles diarios y una hora de ejercicio en una jaula al aire libre.Y le juzgaría un Gran Jurado en East Virginia; donde el Pentágono y las agencias de inteligencia y espionaje reclutan a sus miembros.
No, no soy el gato de Assange. Apenas quería recobrar la voz de quienes se jugaron sus cargos institucionales, sus derechos civiles e incluso su integridad física por quien debiera ser un icono de la ciudadanía digital. Estuvieron a su lado, en la embajada de un pequeño país que fue bastión del derecho de asilo político. Y que al tiempo impulsaba un proyecto digital, factible e imprescindible para revertir una distopía que se nos impone como inevitable. Para muchos resulta banal, dada la irrelevancia ética y política de sus iconos digitales.
El destino de la mascota felina de Wikileaks, que tanto preocupaba al New York Times, era un cepo más de atención pública. Para que ignorásemos que Suecia jamás inició un proceso por violación contra Assange o que renunció a hacerlo una vez fue detenido por Scotland Yard. Los gatitos de Internet, tan cuquis ellos, no contagian coraje. Sus maullidos acallan a la madre de sus dos hijos (concebidos en la embajada de Ecuador) y a su padre (que no es el biológico, sino el último, de los amantes libres de su madre) que solicitan que “cese la tortura”, tras ocho años sin ver la luz del sol. Eso clama también Daniel Ellsberg, que filtró los Papeles del Pentágono. Sí, Assange es fruto de las familias y el antimilitarismo de los años 70. Como es referente de los sindicatos de periodistas, las asociaciones de derechos humanos o los muchos reporteros de prestigio y los directores de medios que publicaron los cables de Wikileaks.
Incluyendo a Snowden y desesperados, algunos de los citados piden a Trump que indulte a Assange, como Obama hizo con Manning. Sería un acto humanitario, pero de alguien que ha hecho de la inhumanidad su actitud de (des)gobierno. Entronizaría la pseudocracia de las mal llamadas fake news que las macro-filtraciones ciudadanas venían a desterrar: evidencia empírica masiva, sujeta a escrutinio público, frente a la propaganda y el autobombo disfrazados de información.
El indulto de Trump, reduciría el legado de Wikileaks al de una agencia de espías rusa que le ayudó a derrotar a Hillary Clinton en 2016. Mejor que se lo conceda John Biden, que lo anuncie ya: que no tome la delantera, una vez más, Trump. Y, si ustedes quieren tomar la palabra, pueden hacerlo aquí.
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