Opinión · Dominio público
Tras la retirada de Afganistán
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ENRIQUE VEGA
Analista de conflctos y su gestión internacional
Ilustración de Miguel Ordóñez
Estamos a la espera de que se dé la orden del inicio de la retirada de las fuerzas internacionales de Afganistán
–las de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) de la OTAN y no sabemos si también las de las fuerzas estadounidenses (Usfor-A) de la operación Libertad duradera–, prevista para este mes, y cuyo final, si no hay cambio de planes, deberíamos ver a finales de 2014.
Desgraciadamente, lo que deja esta retirada es un país empobrecido (por lo menos tanto como antes de la invasión), corrupto (al menos tanto, si no más, que antes de la invasión), inseguro (el pasado mes de mayo fue el más letal de los últimos cuatro años, según la propia OTAN), y es más que dudoso que quede en condiciones de poder desarrollarse. También deja una ambigua –y por ambigua, peligrosa– relación entre Pakistán y Estados Unidos, en gran parte causa y consecuencia de la inestable situación interna de Pakistán, un país musulmán muy islamizado, poseedor de armamento nuclear e históricamente tendente a intentar salvaguardar su cohesión nacional en momentos delicados proyectando sus problemas internos hacia el exterior.
Como es bien sabido, la entrada en el país se produjo en el último trimestre de 2001 como consecuencia de los atentados terroristas del 11 de septiembre de ese mismo año en Washington y Nueva York. Una entrada que se llevó a cabo con cuatro objetivos básicos, cuya secuencia de exposición no es baladí: acabar con el régimen talibán; eliminar o capturar y enjuiciar a las cúpulas talibanes y de Al Qaeda; neutralizar la capacidad de combate y resistencia de estas dos organizaciones; y crear un nuevo Estado afgano.
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La secuencia de objetivos no es baladí porque sólo alcanzándolos en este orden era posible conseguir el teórico gran objetivo político de crear un nuevo Estado afgano, teledirigible desde Washington a través de sus aliados regionales –la wahabí Arabia Saudí o el vecino Pakistán– y que acabase con lo que se creía era el último refugio y santuario posible de Al Qaeda. Un nuevo Estado afgano aliado, geográficamente situado en una auténtica encrucijada de líneas geoestratégicas de intereses y rivalidades: paso natural de los oleoductos que pueden llevar el petróleo y el gas de los países de Asia Central al océano Índico, a Pakistán y a India; cerco al Irán de los ayatolás por el Este, que se debería haber completado por el Oeste con la invasión de Irak en 2003; o frontera con China, próxima a la potencialmente revoltosa provincia de los uigures, Xinjiang.
Decía que no es baladí porque, aunque Estados Unidos ya le había declarado la guerra al “terrorismo” (que es un concepto y, por lo tanto, imposible de eliminar), tras los atentados se materializó en la Al Qaeda que se refugiaba en el Afganistán de los talibanes, de modo que había que empezar por ellos.
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Pero, de los cuatro objetivos, sólo se consiguió el primero –acabar con el régimen talibán–, y Estados Unidos, arrastrando una vez más a sus aliados, en vez de aceptar esta victoria suficiente –o medio fracaso, si se prefiere–, decidió quedarse en el país y construir, contra viento y marea –Acuerdo de Bonn y subsiguientes acuerdos y pactos internacionales–, ese nuevo Estado afgano para el que no había (ni hay) materiales de construcción adecuados ni suficientes. Si esta falta de condiciones objetivas realistas es el viento, la marea la constituye esa polifacética insurgencia producto de la reestructuración y reorganización para la lucha insurgente de guerrillas (y acciones terroristas) de los talibanes y de Al Qaeda en la clandestinidad y en el santuario del Pakistán pastún. A estas se han ido uniendo progresivamente otras insurgencias (o grupos armados rebeldes, como se les llama ahora) procedentes del mercado del opio, de los señores territoriales (llamados “de la guerra”) y del bandolerismo común.
No habrá un nuevo Estado afgano pero sí país, el viejo, el de toda la vida: con su sistema feudal de poder y compromiso, con sus mujeres ocultas bajo el agobiante burka –una tradición pastún, que no islamista– y con sus cultivos de opio como única posibilidad de subsistencia para muchos campesinos ante la inoperancia de los pretendidamente sofisticados procedimientos capitalistas para sustituirlos.
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Pero esto, si bien es lamentable, no es lo preocupante. Lo preocupante es que queda algo que sí que no había antes, en 2001: un Estado paquistaní probablemente mucho más débil que el de 2001. Con unas resistencias/insurgencias internas, especialmente en su flanco noroccidental pastún, muy encolerizadas y cada vez más acostumbradas a campar por sus respetos por la fuerza de las armas. Creo que digo bien cuando digo “internas”, porque parece que es cierto, como dicen las autoridades estadounidenses, que Al Qaeda está cada vez más debilitada (su apoyo en Pakistán ha caído del 46% en 2003 al 18% en 2010 y su apoyo en el mundo árabe en general cayó del 37,3% en 2003 al 11% en 2008). A pesar de esto, Estados Unidos seguirá atacando a Al Qaeda en territorio paquistaní (drones, fuerzas especiales, comandos paramilitares de la CIA, compañías paramilitares privadas) y probablemente (también) desde Afganistán, donde, como en Irak, alguna fuerza “residual” quedará.
Si ya no sabemos cómo catalogar a las guerras de Afganistán e Irak, ¿qué eufemismo vamos a utilizar para la guerra en Pakistán?
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