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Opinión · Dominio público

La felicidad habitable

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Desde 2013, la ONU reconoce el 20 de marzo como el Día Internacional de la Felicidad. Hoy en día, la felicidad funciona como un significante vacío explotado hasta el hartazgo. Abarca significados tan distintos en los que cabe prácticamente de todo: desde el consumo de Viagra hasta los libros de Paulo Coelho.

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A pesar de la banalización del término, a lo largo de las últimas décadas el neoliberalismo impuso la creencia de que la felicidad es el resultado del esfuerzo y del talento individual, un premio que se obtiene por ser productivo y competitivo. Es el discurso típico de la meritocracia liberal, según la cual cada uno llega hasta donde quiere en base a su propia valía. Para ello la meritocracia inculca la necesidad continua del siempre más: formarse más, trabajar más, demostrar más, tener más seguidores en las redes sociales, etc. La felicidad queda, así, aprisionada en los fríos muros del cálculo y la eficiencia. Se trata de una dinámica en apariencia virtuosa pero que es capaz de generar mucha frustración y angustia: del mismo modo que nos regocijamos con nuestros éxitos, nos culpamos por nuestros fracasos. Lo cierto es que el recordatorio del coronavirus acerca de la cruda imprevisibilidad de la vida ha desmentido el discurso del mérito y la recompensa, en particular en un país que supera de nuevo los cuatro millones de parados y en el cual los méritos que supuestamente garantizaban el éxito (títulos, idiomas, etc.) parecen no servir. Pero también lo desmiente el hecho de que vivir en sociedades en las que ser blanco, hombre y cisheterosexual es un privilegio estructural que otorga ventajas de partida.

Además, la crisis del coronavirus ha evidenciado la naturaleza frágil e incierta de la felicidad humana, sujeta a tres procesos que venían dándose pero que la pandemia ha intensificado. El primero es la medicalización de la felicidad. La nueva normalidad ha traído consigo una normalidad medicalizada en la que el 55, 9% de los españoles se ha sentido "muy triste o deprimido", según la última encuesta del CIS. Por no hablar del incremento global del riesgo de suicidio durante la pandemia. En este contexto, tras la vacuna, los antidepresivos se perfilan como el gran negocio de la industria farmacéutica para combatir la llamada “fatiga pandémica”. El inquietante pronóstico sobre la felicidad químicamente producida que Huxley hizo en Un mundo feliz se ha cumplido.

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El segundo proceso es la patologización de la infelicidad. Se difunde un discurso mediante el cual se culpa o responsabiliza a la población de los padecimientos físicos y psíquicos provocados por sobredosis de realidad. Siempre es más fácil inventar eufemismos patologizantes como “fatiga pandémica” que reconocer que lo que deprime y enferma son los problemas de sociedades disfuncionales con los valores y las prioridades invertidas. La destrucción de los sistemas públicos de salud, la precarización del trabajo y la erosión de la democracia son rasgos de la interminable pandemia neoliberal que el coronavirus no ha hecho más que agravar.

El tercero es la mercantilización de la felicidad. En momentos de gran vulnerabilidad e incertidumbre como el presente, la felicidad se convierte en un rentable y atractivo reclamo para el mercado de la autoayuda. A través de frases motivacionales capciosas, recetas para aliviar ansiedades y apelaciones retóricas al pensamiento positivo, se vende el mensaje de que cualquier persona puede sentirse feliz independientemente de sus circunstancias, como si la felicidad tan solo fuera cuestión de sentimientos, un simple estado psicológico y nada más. Y es que, como recuerda Franco Berardi, este sentimiento impuesto de felicidad es una consecuencia perversa del “felicismo” que invade nuestra época, el imperativo que impone el deber permanente de demostrar que, a pesar de todo, se es feliz, o al menos de parecerlo, como cada día se encargan de mostrar las redes sociales. En ellas, más que vivirla, la felicidad se exhibe o simula.

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Frente a este panorama, es preciso desmedicalizar y desmercantilizar la felicidad, que no puede adquirirse en ninguna farmacia, ni brota milagrosamente de las páginas de ningún manual de autoayuda. Necesitamos una felicidad habitable, lo exige recuperar su matriz ética. Para los antiguos filósofos griegos, la felicidad dependía del cultivo de un ethos compartido, de ahí la palabra ética. El ethos era un carácter, una forma de ser y de conducirse en el mundo orientada al buen vivir, a la autorrealización personal, a la vida feliz, en definitiva. Para Epicuro, por ejemplo, la felicidad implicaba desprenderse de cuatro miedos ancestrales que afligen al ser humano: el miedo a la muerte, el miedo a los dioses, el miedo a sufrir y el miedo al futuro. Cuatro miedos imposibles de superar sin la práctica de la amistad y sin la tranquilidad del ánimo.

Los filósofos aztecas, siguiendo con los ejemplos, usaban la palabra neltiliztli para referirse a una vida satisfactoriamente vivida, una vida “arraigada”, decían, frente a los inevitables resbalones de la vida. Para alcanzarla, no apelaban al éxito individual, ni a los talentos más aptos. Lo imprescindible para ese arraigue era cuidar del cuerpo, de la mente, de la comunidad y de la naturaleza.

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En ambos casos, la felicidad ni es un premio otorgado por ser brillante ni un sentimiento subjetivo que se puede gestionar a voluntad. Es una forma de vida valiosa en sí misma, un recorrido repleto de alegrías y penas, aciertos y tropiezos, decepciones y reconciliaciones, momentos frustrantes y situaciones reconfortantes. Un recorrido que permite aprender de cada experiencia; practicar el cuidado de uno mismo y de los demás; liberarse de convencionalismos que oprimen; reconciliarse con lo irracional, lo azaroso y contingente de la vida, así como reivindicar lo público como espacio de lazos compartidos que abren la posibilidad de un mundo mejor, pues como dice Audre Lorde, “sin comunidad no hay liberación, no hay futuro”.

Si alguien me preguntara en qué consiste una vida feliz, le diría que no hay una respuesta única a este interrogante, pero le señalaría el horizonte ético al que apuntan las sabias e inspiradoras palabras de Bessie Stanley, que en su poema “¿Qué es el éxito?”, de 1904, escribe: “Ha logrado el éxito quien ha reído a menudo y ha amado mucho; quien se ha ganado el respeto de las personas inteligentes y el cariño de los niños; quien ha dejado el mundo mejor de cómo lo encontró, ya sea por una amapola mejorada, un poema perfecto o un alma rescatada; quien nunca ha carecido del aprecio de la belleza de la Tierra; quien siempre ha buscado lo mejor en los demás y les ha dado lo mejor que tenía; aquel cuya vida fue una inspiración y cuyo recuerdo una bendición”. Igual la felicidad es esto.

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