Opinión · Dominio público
'Los ojos cerrados': memoria de una comunidad posible
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba
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“Abrir los ojos es saber que nuestra fragilidad es la base ineludible de nuestra bondad y de nuestra maldad. Abrir los ojos es descubrir, al mismo tiempo, la debilidad y el crimen”
Marina Garcés, 'Escuela de aprendices'
Tras un año sin rostro o, peor aún, con el rostro despojado de la boca que transmite el aliento cálido de las palabras, duele especialmente leer un libro en el que hay tantos cuerpos cegados y tantos esqueletos por recomponer. La última novela de Edurne Portela, que confirma su talentosa voz para hablarnos de las heridas que causa la violencia y de la potencia de la memoria como constructora de acueductos, nos sacude con su imaginaria historia real. La de Pueblo Chico y sus habitantes, la de tantos pueblos hoy sin quienes los habiten, las de tantas afueras a las que hemos expulsado los fantasmas y los desperdicios. Esos vive-aparte que acaban viendo más que los demás. Incluso el suspiro invisible de las bombas y los disparos.
Los ojos cerrados, que no es sino uno recorrido titubeante a la búsqueda de un perdón imposible, además de un llamamiento lírico y político a la compasión, nos duele porque nos habla de nosotros mismos. De lo que vemos y de lo que no queremos ver. De nuestra/s historia/s, de nuestros secretos, de los pozos a los que un día nos asomamos y de tantas Adelas que, vestidas de verde como la lorquiana, o de luto, o con un camisón blanco de novia, se agarraron a una soga como quien desde un trampolín salta a un lago profundo y sereno. Esa inmensidad en la que encontrar, si no consuelo, sí al menos las palabras de amor que quedaron dormidas.
Los ojos cerrados, que nos invita a tirar con Ariadna del hilo, nos muestra cómo la niebla puede ser un laberinto o una salvación. De la misma manera que nos desvela cómo la bondad y la maldad cocinan desequilibradamente nuestras vísceras, o como mantener los ojos sin abrir puede ser una retaguardia. O una medicina, o una alacena, o un camino sin señales hacia la difícil paz que se encuentra a la sombra de los árboles. En el abrazo caliente e inocente de cualquier animal que es capaz de salir del rebaño para lamer nuestras lágrimas. Esas de las que con frecuencia nos salva la niebla creada por Dios para protegernos de los que persiguen, espantan, machacan, descuartizan, apalean, empalan, apedrean y acuchillan. Perdón, compasión, amparo: la ética posible de la democracia.
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La última novela de Edurne Portela, que hace que quien la lee viva una especie de ensoñación de la que – advierto – no se despierta al terminarla, es como un evangelio sin versículos ni mesías. Una lectura que nos conmueve laicamente en una suerte de pascua de resurrección. Con la crudeza previa de los machos violentos y las ojeras de las mujeres que paren y callan. Con las piernas abiertas por obra y gracia de dios. El origen del mundo. Las que dejan los baldes de agua abandonados en medio de la calle, como si esperaran un milagro en el espacio que nunca fue suyo.
La autora de Formas de estar lejos nos ofrece un fragmento de lo que somos y de lo que que guardamos en los armarios. Como individuos y como comunidad. De todo eso para lo que no hay perdón que valga, ni confesionario que limpie, solo justicia, si es que llega, administrada desde, por y para los hombres y las mujeres del pueblo. Y, al fin, entre tanta niebla que no se levanta con el día, la apelación al cuidado como ética revolucionaria – “la vida era eso, cuidar a alguien”- y como poética de los rostros que abren los ojos y comparten, como si fueran besos, palabras hospitalarias. Respirando aire fresco, aire presente. Al fin.
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