Opinión · Dominio público
Franquismo del siglo XXI
Doctor en Arqueología Prehistórica por la Universidad Complutense de Madrid y científico titular en el Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC
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El franquismo parece que vuelve a estar de moda. Y con él, los análisis sociológicos y politológicos sobre el fenómeno, que suelen incidir en una misma causa: si hoy tenemos un franquismo vigoroso es porque no se hizo el trabajo adecuado en la Transición. Si hubiéramos desmontado la dictadura como Dios manda—eliminando hasta el último vestigio en la judicatura, el sistema educativo y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado—hoy no estaríamos así. Y es cierto que estaríamos mejor, pero también lo es que no nos habríamos inmunizado completamente contra la nostalgia dictatorial. Es evidente que la suave transición de la dictadura a la democracia tiene mucho que ver con el neofranquismo y particularmente el hecho de que no se haya llevado a cabo un esfuerzo pedagógico en condiciones. Sin embargo, es imposible que 46 años después de la muerte de Franco el auge de la extrema derecha se deba exclusivamente a la pertinaz memoria de la dictadura. Hoy hay nuevos elementos en juego. Y si no los entendemos, será difícil abordar el problema adecuadamente.
Un factor clave es el contexto global: ¿qué tiene que ver el resto del mundo con el franquismo? Mucho. Porque España no es un caso aislado ni una anomalía. No poseemos en exclusiva la reivindicación de pasados antidemocráticos. En el Reino Unido se vuelve la vista a la época del Imperio. En Estados Unidos la nostalgia sureña, que siempre ha estado ahí, resurge con fuerza y se alía al trumpismo. El nacionalismo ultraderechista ucraniano exalta abiertamente a la UPA, una organización que colaboró con los nazis y cuando no, masacró judíos y polacos con el mismo entusiasmo que las SS. En Rusia convive la adoración a los zares y a Stalin, mientras que la derecha italiana desencadenó una campaña de odio contra la experta en fascismo Ruth Ben-Ghiat cuando en 2017 osó criticar las pervivencias del legado de Mussolini en el espacio público.
Las dictaduras empiezan a ser vistas de nuevo con buenos ojos y cada vez hay más gente dispuesta a justificar su existencia pasada (que es lo mismo que decir que tolerarían su existencia futura). Que haya más gente comprensiva con los regímenes dictatoriales se debe al menos a dos razones. La primera es generacional: cada vez hay más personas que carecen de experiencia personal directa de las dictaduras —es fácil idolatrar lo que no se ha sufrido—. La segunda es ideológica: el populismo reaccionario ha crecido con fuerza durante los últimos años, de Brasil a Polonia, y la admiración por los regímenes autoritarios es consustancial a esta ideología—por mucho que insista en sus credenciales democráticas.
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¿Por qué ha crecido el populismo? Las razones son complejas. La crisis financiera de 2008 tiene su parte de responsabilidad, pero tampoco podemos atribuírsela entera. Los politólogos Roger Eatwell y Matthew Goodwill han señalado que los partidos populistas de derechas llevan en auge desde hace casi 40 años, con un crecimiento muy notable desde la década de los 90. En líneas generales, su crecimiento coincide con el auge del neoliberalismo y la crisis de la socialdemocracia. Pero hay más cuestiones en juego, como la inmigración, las sociedades cada vez más multiculturales, el feminismo o el desafío de los nacionalismos periféricos y las minorías nacionales (clave en el caso de España).
Pensaréis que me alejo de la cuestión sobre la que gira este artículo —el franquismo— pero en realidad me estoy acercando. ¿Qué busca la gente en la dictadura? Muchas cosas, porque el franquismo sociológico es muy diverso —no se nutre solo de fascistas—. Pero un denominador común es el anhelo de seguridad. Y no me refiero a la protección frente a la delincuencia, aunque eso se aduzca a veces (España tiene una de las tasas de criminalidad más bajas del mundo). De lo que hablo es de lo que los sociólogos llaman “seguridad ontológica”. Sentirse ubicado y protegido en un mundo que se percibe como rutinario, con sentido y ordenado.
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La seguridad ontológica de amplios sectores de la sociedad se encuentra hoy en crisis. El trabajo es precario, las relaciones humanas más complejas (porque son más libres), el futuro económico (y ecológico) impredecible, los roles de género y sexuales han cambiado y las autoridades tradicionales (religiosas, políticas o intelectuales) ya no pueden ejercer de gurús incontestables como antaño. Vivimos en un mundo nuevo e incontrolable.
Y frente a este mundo nuevo, el antiguo parece extrañamente confortable y acogedor. Un lugar en orden donde lo blanco es blanco y lo negro, negro. En el que Franco traía la prosperidad económica y la seguridad social. En el que las parejas eran de hombre y mujer y duraban toda la vida, Lérida se llamaba Lérida y en los colegios todo el alumnado era del mismo color y con ocho apellidos españoles. Esa nostalgia conservadora se da en España y en Italia, en Rusia y Estados Unidos, en Ucrania y Portugal. En cada país, la nostalgia edulcora la dictadura nacional correspondiente: en Portugal, el salazarismo; en Italia el fascismo y en el Reino Unido, que no ha sufrido ningún régimen absolutista desde 1649, se añora esa maravillosa época imperial en la que eran los ingleses los que se instalaban por el mundo y no el mundo el que se instalaba en Inglaterra—también los británicos, al final, echan de menos una dictadura, porque el colonialismo es una forma de gobierno autoritario.
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Estamos ante una nostalgia global que se nutre de imágenes semejantes en blanco y negro, de álbumes familiares y comidas de domingo en casa de la abuela. Una nostalgia que olvida las torturas, el miedo, la represión de las ideas y la absoluta falta de libertad, pero una nostalgia muy comprensible, también, porque la inseguridad ontológica se basa tanto en temores imaginarios como en problemas reales —la incertidumbre económica y la precariedad es uno de ellos—. Haríamos bien en tomarnos en serio ese anhelo de seguridad y esa añoranza de un pasado en orden. Y se impone una reflexión a dos niveles: por un lado, debemos pensar en cómo transformar unas aspiraciones legítimas en un proyecto democrático y, por otro, en cómo lograr que aquellas aspiraciones que no son legítimas —los que buscan cercenar la libertad de los demás e imponer modelos autoritarios— sean repudiadas socialmente y de forma efectiva. Aquí la labor de quienes investigamos el pasado es clave: porque el mejor antídoto contra la dictadura es mostrar cómo funcionaba de verdad una dictadura.
Está bien revisar la Transición, como cualquier otro episodio del pasado. Es necesario recordar las deudas nunca saldadas y exigir que se paguen. Pero en lo que sucedió o dejó de suceder hace 50 años no vamos a encontrar la solución a todos y cada uno de nuestros problemas. Porque el franquismo al que nos enfrentamos hoy no es el franquismo del siglo XX. Es el del siglo XXI.
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