Opinión · Dominio público
Déficit: estrategia interesada
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FERNANDO LUENGO
Profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense
Ilustración por Dani Sanchis
Crisis económica igual a crisis fiscal, salida de la crisis igual a austeridad presupuestaria”. Esto es lo que ha quedado de las ampulosas proclamas de los líderes europeos que se plantearon reformar o incluso refundar el capitalismo en los primeros momentos de la gran recesión. Poco importa que esta crisis se haya incubado en los mercados financieros del centro capitalista, inmersos en una deriva cada vez más especulativa; o que en su origen se encuentre una distribución de la renta y la riqueza crecientemente desigual; o que se superponga a una colosal crisis de supervivencia y medioambiental.
Nada de esto importa. La agenda política de los gobiernos, la de Bruselas y la de las agencias internacionales han situado las cuentas públicas en la diana. Como lo ha hecho una parte de los economistas, los que hasta hace poco reivindicaban la eficiencia de los mercados realmente existentes, aportando análisis y teorías que, cargados de ideología, se presentaban como portadores de verdades y principios incontrovertibles.
Lo cierto, sin embargo, es que la deuda y los déficits públicos no son la causa de la crisis sino su consecuencia. La recesión económica (primero) y el bajo crecimiento (después) han mermado los ingresos de los estados nacionales, que, en paralelo, han encauzado cantidades ingentes de recursos a los bancos, sin exigirles a cambio compromiso alguno en cuanto al destino de los fondos recibidos y, por supuesto, sin entrar en sus consejos de administración. Los mismos bancos que han recibido dinero público en condiciones privilegiadas han continuado remunerando generosamente a sus directivos y grandes accionistas, utilizando el dinero de todos para especular contra la deuda soberana de los países, obteniendo de este proceso suculentos beneficios. La crisis provocada por los mercados se ha convertido así en una crisis pública con la que se enriquecen los mismos mercados.
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Continuamente, se invoca la autoridad de los mercados, como si estuvieran gobernados por una racionalidad indiscutible y como justificación de que no hay alternativas. Pero, en realidad, el término ‘mercados’ oculta los intereses de operadores financieros, inversores institucionales, fondos de alto riesgo, empresas transnacionales y grandes fortunas que, cada vez con más desparpajo, fijan la agenda de gobiernos e instituciones.
Se proclama la necesidad de instrumentar políticas de austeridad presupuestaria sin suavizar y mucho menos desactivar la capacidad especulativa de los mercados, sin proceder a su regulación, sin gravar las transacciones financieras más volátiles y que implican mayor riesgo sistémico, sin aumentar la carga impositiva de las rentas más elevadas, sin perseguir los paraísos fiscales. Ninguno de estos asuntos está en la agenda política, o lo está sólo de manera retórica y, sin embargo, actuar en esta dirección podría contribuir al fortalecimiento de las cuentas públicas y a la superación de la crisis. Al contrario, para agravar aún más la situación, se ejecutan políticas que, al no tomar como prioridad la creación de empleo y el fortalecimiento de la demanda agregada, cercenan las posibilidades de recuperación de las economías, lo que debilita aún más la capacidad recaudatoria de las administraciones públicas.
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Dentro de esa camisa de fuerza, dentro de ese campo de juego, las políticas de austeridad pública consisten, casi de manera exclusiva, en contener o mejor aún reducir el gasto público. En ese proceso de ajuste no peligran, claro, las prebendas que reciben algunos grupos privados bien posicionados, enquistados en el Estado; la tijera se mete en las inversiones públicas y en los gastos de naturaleza social, recortes que debilitan aún más la cohesión social y laminan el potencial de desarrollo de los países.
Pero el asunto desborda con mucho los confines de la economía. Tras un debate que algunos pretenden técnico o gobernado por la pura lógica económica, al que está llamado un selecto grupo de especialistas, se encuentran los intereses de aquellos grupos cuya estrategia consiste en ocupar el Estado. De ahí la necesidad de debilitarlo y
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convertir en negocio, en su negocio, el sector social público. Por esa razón, por todo lo que está en juego, no podemos aceptar que ese debate quede atrapado en el lenguaje técnico y muchas veces opaco de los especialistas.
El Gobierno socialista, presionado por los mercados y entregado a los postulados neoliberales, no sólo ha impulsado políticas situadas en los parámetros descritos. Además, en una última pirueta, pretende dotar de rango constitucional el objetivo de estabilidad presupuestaria. Al llevar una creencia, una opción de política económica, la más conservadora, al articulado de la Carta Magna, ¿qué queda de la pluralidad de alternativas sobre las que descansa una sociedad democrática? ¿Quién se acuerda de ese proyecto europeo que quería inspirarse en la diversidad? Aprobar esta reforma constitucional es una carga de profundidad contra las políticas de corte progresista que se sustentan en la activa participación del Estado y en la cohesión social. A través del encaje parlamentario se podrá dar salida a esa reforma vulnerando el derecho de la población a expresarse en un referéndum sobre una cuestión tan crucial. Esta será la herencia, la responsabilidad del Gobierno Zapatero.
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