Opinión · Dominio público
Afganistán y la arrogancia de Occidente
Comunicadora social e investigadora de temas de racismo y antirracismo
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En su libro La hybris del punto cero, Santiago Castro-Gómez analiza la forma en que Europa ha construido su narrativa desde un supuesto no lugar, es decir, desde un espacio teóricamente neutral y objetivo, sin intereses particulares, sustentado en dos de los pilares de la modernidad: el pensamiento ilustrado y el método científico.
De este modo, se nos dice que el conocimiento con mayúsculas, entendido como conocimiento absoluto, necesariamente surge en Occidente y que debe ser asumido como verdad universal por el resto de culturas y sociedades, ya sea si se habla de arte, medicina, economía, política o filosofía.
Intentar refutar esta tesis ha supuesto un trabajo titánico para muchos autores y autoras no occidentales. En el libro El mito de la oposición entre el pensamiento indio y la filosofía occidental, el filólogo Fernando Tola y la filósofa Carmen Dragonetti, demostraron, mediante un riguroso análisis de las distintas doctrinas filosóficas indias y sus contrapartes griegas y europeas, que la filosofía no nació en Grecia tal como afirmó Hegel en el siglo XIX.
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Es una investigación exhaustiva y meticulosa que cita las fuentes originales en sánscrito, griego y latín y, sin embargo, lo que perdura hasta hoy es la opinión del filósofo alemán para quien la filosofía únicamente pudo nacer en Grecia debido a que, según él, solo allí se habría producido un ambiente de libertad de pensamiento y de espíritu propicio para el surgimiento del pensamiento filosófico, borrando de este modo los treinta siglos ininterrumpidos de pensamiento indio.
Esta arrogancia también está presente en ejemplos más contemporáneos. En el contexto de un debate entre intelectuales decoloniales latinoamericanos y Slavoj Zizek sobre eurocentrismo y la herida colonial, el filósofo esloveno -una especie de nuevo Marx para una buena parte de la izquierda europea- llegó a sostener en el libro Rebeliones éticas, palabras comunes que “esto de la vuelta a una sabiduría indígena original o parecido, para mí es una total basura (…) Todavía creo en el valor universal de la idea básica eurocéntrica de la modernidad”.
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Al año siguiente, en 2018, sostuvo en El coraje de la desesperanza que “Haití estuvo colonizado por los franceses, pero fue la Revolución Francesa lo que proporcionó el sustrato ideológico para la rebelión que liberó a los esclavos y fundó el Haití independiente”.
Probablemente, debido a la soberbia epistémica de las y los pensadores occidentales quienes no suelen consultar el conocimiento producido al margen del marco eurocéntrico, Zizek desconoce la obra ¡Libertad o muerte!, en la que Fernando Martínez Peria realiza una detallada investigación del proceso revolucionario haitiano, y de sus características intrínsecas que le llevaron a convertirse, tal como señala el autor, “en la primera república negra del mundo, libre de esclavitud, colonialismo y racismo”.
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El monólogo eurocéntrico
Pensar hoy que aquellos africanos esclavizados solo fueron conscientes de su condición gracias a la Revolución Francesa es una cuestión que sobrepasa el simple gesto de la ignorancia. Cualquier persona que lo desee puede encontrar en Google el libro de Araceli Reynoso Revueltas y rebeliones de los africanos esclavizados en la Nueva España, en el que recoge, citando documentos oficiales de la época, datos sobre las insurrecciones de africanos en Ciudad de México en 1537, nada más y nada menos que 252 años antes de la Revolución Francesa.
Estas investigaciones, que Zizek y compañía -léase toda la comunidad científica legitimada por Europa- no han leído ni leerán nunca, suponen una contranarrativa que impugna el relato universalista occidental, y por tanto nunca contarán con el beneplácito de la comunidad académica hegemónica.
Pero este monólogo eurocéntrico, practicado por Occidente desde hace siglos, no solo se ciñe a la academia, sino que abarca todas las formas de producir y reproducir su relato de superioridad vs inferioridad, cuestión que ha vuelto a quedar en evidencia tras los últimos acontecimientos ocurridos en Afganistán.
Desde que estalló la última crisis en este país, tanto en artículos de prensa como en tertulias de televisión se ha proclamado la imperiosa necesidad de llevar la civilización a Afganistán, salvarla de la barbarie, como si Occidente fuese el guardián del mundo, Afganistán no tuviera a su haber miles de años de civilización y de historia, y “civilización” solo pudiese ser lo que Occidente ha definido como tal.
Se habla del islam y de los talibanes sin hacer ninguna diferencia, en la mayoría de los casos, entre la religión y la interpretación dogmática de la misma, instalando la idea de que es el islam en sí mismo el que está instaurando el terror en Afganistán, muchas veces sin mencionar que ha sido el propio Occidente quien ha provocado con su guerra de 20 años gran parte de la actual crisis política y social del país.
Este discurso de satanización del islam se adereza con imágenes de mujeres y niñas a las que Occidente debe “salvar” (el famoso complejo del “salvador blanco”). En este sentido, muy recomendable es la lectura del artículo de la filósofa Rafia Zakaria, Las feministas blancas querían invadir (White feminist wanted to invade, en su título en inglés), en el que reflexiona sobre la creencia de las feministas blancas acerca de lo que es mejor para las mujeres afganas y en donde cita a la Asociación de Mujeres de Afganistán, que desde su fundación en 1977 ha denunciado el fundamentalismo religioso (con lo cual no son sospechosas de radicalismo), quienes se opusieron abiertamente a la invasión de EEUU y al posterior gobierno afgano respaldado por éste.
El beneficio de la portavocía universal
Un simple análisis sobre la cobertura que se está haciendo de la crisis en Afganistán (con contadas excepciones) deja en evidencia el monólogo eurocéntrico, eterno, repetitivo, de anulación y deshumanización del Otro.
Cuando se habla de Afganistán se habla de ese Otro salvaje, bárbaro y premoderno al que hay que civilizar, y se mezcla de forma interesada (lo señalo una vez más) la interpretación que los talibanes hacen del islam con lo que éste representa realmente.
Este artículo de ninguna manera es una defensa del régimen talibán ni de sus violaciones de derechos. Es una reflexión crítica sobre la pretensión de universalidad de Occidente, que le ha llevado a creerse el portavoz de la humanidad, de sus valores, problemas y soluciones.
Lo que antes se consiguió con la esclavitud, el genocidio y la explotación de las colonias, hoy se obtiene en gran medida a través de este monólogo y portavocía universal que aniquila/invisibiliza las demás cosmovisiones y sistemas de conocimientos, relegándolos a las categorías de singularidad y excepción.
Tal como afirma Walter Mignolo, puesto que toda producción de conocimiento implica necesariamente un lugar de enunciación, un lugar geográfico, político, incluso corporal, desde el que se habla y enuncia, es absolutamente imposible la existencia de una verdad objetiva y universal.
Sin embargo, uno de los grandes triunfos de Occidente es precisamente la instauración de la falacia de la verdad pura, científica, aséptica. A partir de esta premisa, que le ha llevado a erigirse en portavoz de la humanidad e instaurar el actual orden colonial, racista y capitalista, se ha beneficiado política, social y económicamente de la subalternización de los pueblos no occidentales.
Es lo que ha querido hacer con Afganistán, anularlo con el fin de occidentalizarlo, y así mantener el control de sus recursos minerales y posición geoestratégica.
Con esta intención, seguirá repitiendo su monólogo sordo de creación de un Otro peligroso al que hay que eliminar (el islam), olvidando, tal como afirmó la fotógrafa yemení Boushra Almutawakel en una reciente entrevista a la BBC, que “los talibanes fueron creados por Estados Unidos para que pudieran luchar contra los soviéticos (…) Occidente no necesita salvarnos. Y, en todo caso, Occidente nos ha destruido”.
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