Opinión · Dominio público
Imperios de ayer y de hoy
Doctor en Arqueología Prehistórica por la Universidad Complutense de Madrid y científico titular en el Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC
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Por obra y gracia del nacional populismo, los imperios vuelven a estar de moda. Aunque no es un fenómeno exclusivamente español, lo cierto es que en pocos países las reivindicaciones de la historia imperial están ocupando tanto espacio en el debate público. Tres precisiones sobre este tema.
Uno: los imperios son violencia. Desde el Imperio acadio del siglo XXVI a.C. hasta el británico de hace cien años, nunca en la historia de la humanidad ha existido una formación imperial que no recurriera a la violencia para expandirse o imponerse. Y es lógico que sea así, porque un imperio consiste, en esencia, en la anexión de distintos pueblos y la explotación de sus recursos por parte de una potencia extranjera, bien sometiéndolos a tributación, bien apropiándose de sus riquezas o ejerciendo algún tipo de control sobre ellas. Precisamente porque no existe imperio sin guerra ni autoritarismo resultó tan atractivo a las ideologías fascistas. Por eso, también, resulta tan difícil reivindicarlo en democracia.
Dos: los imperios no son solo violencia. No lo son, porque sobre la violencia pura se sostienen pocas cosas y poco tiempo. La seducción de los dominados es esencial: el Imperio romano la practicó continuamente y sobrevivió siete siglos; los imperios europeos del XIX apenas la practicaron y duraron unas décadas; los nazis no la practicaron en absoluto y aguantaron un telediario. La seducción—la hegemonía—se logra de diversas maneras, pero la cultura es siempre clave: la lengua, la religión, la literatura, el arte. Pasado el tiempo, acabamos identificando un imperio con su cultura y lo contemplamos con admiración.
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Pero la hegemonía cultural oculta la violencia: las universidades nos hacen olvidar las reducciones, los requerimientos y la mita. Y oculta algo más: que la cultura también es violencia. Que las universidades americanas eran el Imperio por otros medios—una herramienta de administración—y las misiones, un mecanismo, las más de las veces, para la conversión forzosa.
Tres: no es lo mismo un imperio moderno que un imperio premoderno. La lógica cultural y la ideología que guiaron sus conquistas son muy diferentes. Por ejemplo, los romanos y aztecas desconocían la conversión forzosa y lo que practicaban era lo contrario: absorbían a los dioses de los que conquistados. Ni siquiera los grandes imperios islámicos, como el omeya o el otomano, solían convertir por obligación—por eso hay tantos cristianos en los Balcanes. Los europeos cambiaron las reglas del juego y lo hicieron de una manera tan profunda y a una escala tan amplia que el imperialismo moderno sigue teniendo efectos en la actualidad—por eso, precisamente, es objeto de debate político. Un efecto es que los espacios de depredación de fines del siglo XV continúen siendo espacios de depredación a día de hoy—Latinoamérica, África, el sudeste asiático.
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Otro efecto es que las comunidades indígenas se perciban aun como un estorbo para el progreso y se las extermine o se las expulse de sus territorios. Otro efecto es que las jerarquías étnicas y raciales de la primera modernidad permanezcan vigentes: no hay más que ver quiénes realizan trabajos subalternos en Europa o de qué raza son los presos de las cárceles en EEUU.
El imperio no es solo el siglo XVI. El imperio es hoy. Celebrarlo no es solo un problema de desconocimiento histórico, es un problema político. Criticarlo no es negar el pasado, sino pensar un presente más justo.
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