Opinión · Dominio público
Hay censuras y hay censuritas: libros LGTBI secuestrados en Castellón
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Estamos aprendiendo a la fuerza que hay censuras de primera y censuras de segunda. Cuando un libro es muy criticado en la red de redes o se enfadan mucho un par de twitteros, aquello se convierte en una censura de primera, porque —imaginen estas líneas declamadas con voz impostada, engolada, insoportable— la atmósfera de la cultura de la cancelación es in-so-por-ta-ble, ya no se puede decir nada, ¡ni siquiera Dave Chappelle puede bromear con gusto sobre darse de hostias con mujeres lesbianas o llamar machorros a mujeres transgénero!
En cambio, cuando una jueza dicta medidas cautelarísimas para que libros que difunden "ideología LGTBI" no estén en las bibliotecas de institutos, esto ya no es censura, sino censurita, precauciones judiciales o una cosa que mañana ya no tendrá importancia y que hoy no merece la pena reseñar.
Estamos aprendiendo a la fuerza, pues, cuáles son las partes del statu quo que merece la pena preservar, y por las que algunos se indignarán muy dignamente mientras gesticulan con el ceño fruncido en su quijotesca defensa de la libertad de expresión. Los chistes de mariquitas son patrimonio español y existe algo así como un derecho universal a expresarlos. La transfobia y el racismo también son patrimonio español.
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La literatura que ofrece un crisol de voces y perspectivas sobre lo LGTBI, o sea, sobre la libertad y la diversidad humana… es un asunto menor, un asuntillo menos importante, que requiere menos defensa. La apología fascista, en cambio, es patrimonio español. Entiéndaseme: yo he defendido mucho la libertad de expresión, llegando a posicionarme en contra, por ejemplo, de las multas por sanción administrativa a los comentarios homófobos en redes sociales, considerando que su sanción sería contraproducente. Lo que me molesta no es la libertad de expresión, ni aspiro a restringirla. Lo que me molesta es la hipocresía que no se disfraza.
A lo mejor a algún lector se le escapa de qué estoy hablando en estas líneas. Ha llegado a Argentina: el presidente Alberto Fernández puso ayer un tweet que lo resumía. "La justicia española, a instancias de abogados de extrema derecha vinculados a Vox", decía el presidente argentino, había retenido la distribución en las escuelas públicas de Castellón de libros "que atienden y promueven el respeto a la diversidad, afectando de ese modo derechos de la población LGTBI". La asociación, como sucede con frecuencia, es Abogados Cristianos. Dicen que los treinta y tres libros ofenden a los sentimientos religiosos y a la libertad de culto.
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La jueza castellonense está muy de acuerdo: por eso ha dictado medidas sin consultar a la otra parte, o sea, a las instituciones que querían distribuir los libros. Lo más grave es que la alcaldesa socialista también parece estar de acuerdo: ha afirmado a medios, durante la última jornada del Congreso del PSOE, que pedirá explicaciones a su concejala de Feminismo y LGTBI "sobre los libros de ideología LGTBI" que iban a ser repartidos.
Repito: una alcaldesa socialista hablando de "libros de ideología LGTBI". Repito: "ideología LGTBI", como si existir en el día a día, amar de alguna forma o ser de otra fuera equivalente a defender, por ejemplo, el desmantelamiento del sector público, la primacía de los grandes tenedores sobre los inquilinos, la pena de muerte o la abnegación falangista de la mujer como virtud capital. Llena de tranquilidad saber que la alcaldesa socialista piensa que eso de ser LGTBI es una cuestión ideológica. No me quiero ni imaginar la ideología de la otra trinchera.
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Estamos aprendiendo a la fuerza que hay censuras y hay censuritas. Cuando un libro publicado por un gran grupo editorial es muy criticado en redes, cuando se denuncia que sus contenidos son un panfleto, cuando se hace el marketing más obsceno para tratar de venderlo como "el libro que no quieren que leas"… Se trata de la más grave de las censuras. Cuando un libro como Después de lo trans, escrito por servidora y publicado en una editorial pequeñita, es retenido por una jueza impidiendo su circulación en institutos públicos, por una supuesta ofensa a los sentimientos religiosos… se trata de una censurita, vuelva usted mañana, porque quienes otrora denunciaron el peligro del silencio en las democracias occidentales hoy han escogido callar y permanecer ausentes.
No tengo ninguna duda de que libros como Libérate, de Valeria Vegas; No estamos tan bien, de Rubén Serrano; A la conquista del cuerpo equivocado, de Miquel Missé; o No vine a ser carne, de Gata Cattana, llegarán a esos institutos públicos y serán leídos por los adolescentes que siempre debieron tener acceso a ellos. Puede incluso que la divertida pantomima castellonense acabe provocando el efecto inverso al deseado, difundiendo más y más esa lista de libros. Pero, por ahora, mientras esos libros estén retenidos, sólo cabe decir unas cuantas cosas.
Lo primero: la censura es esa retención, una intervención del poder, un impedimento real, y no cualquier tipo de discusión pública. Lo segundo: no llamar a las cosas por su nombre es una vergüenza. Lo tercero: la (nula) actuación de la alcaldesa socialista de Castellón, cuyo nombre es Amparo Marco Gual, es una vergüenza. Los que distinguen entre censura y censurita y llaman "ideología LGTBI" a libros que celebran la diversidad humana juegan un papel vergonzosamente cómplice ante los discursos de odio. Estamos aprendiendo a la fuerza que hay censuras de primera y censuras de segunda. Esperemos que esa distinción o doble vara de medir no quede impune. Al menos en la discusión pública, que es lo único que nos queda.
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