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Opinión · Dominio público

Yo crecí en medio de una guerra

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Yo crecí en medio de una guerra.  Entre cristales que temblaban por la onda expansiva, botes de humo y autobuses incendiados cortando la calle, comencé a explorar el mundo. Atenta al conteo cotidiano de muertos que abrían el telediario. Observando con curiosidad los escaparates pintados con puntos de mira telescópica y los balcones con pancartas que pedían el regreso de los presos, mientras una mano adulta tiraba de mí. Acurrucada en el asiento trasero del coche mientras la linterna de un guardia civil apuntaba hacia mí en los constantes controles de carretera. Ensordecida por los gritos de las manifestaciones, las consignas, las sirenas de ambulancias y Policía. Ensordecida también por el silencio: de lo que no se hablaba, lo que no se comentaba, lo que no se debía preguntar.

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No negaré que tenía su épica, o así lo experimentaban nuestras hormonas adolescentes. Las clases se interrumpían por avisos de bomba, y nos subían al monte con gran algarabía. Las clases también se interrumpían porque un joven irrumpía con un megáfono, leía un comunicado y decretaba una huelga general sin que el profesor se atreviera a replicar nada. En el patio del recreo contábamos chistes de Irene Villa y Ortega Lara, coreábamos los lemas oídos en las manifestaciones y leídos en las pintadas de las fachadas: “Presoak kalera / Amnistia osoa”, “GALgoak txakurrak dira” y “!Gora ETA militarra!”. Cantar el Eusko Gudariak nos hacía sentir importantes.

Las fiestas, los conciertos, el kalimotxo, el rock radikal vasco, la moda: todo lo impregnaba. A nada que sospechases mínimamente de los entresijos del poder, estabas de su lado. Ecologismo y movimiento antinuclear (“Lemoiz apurtu”), feminismo, sindicatos estudiantiles, plataformas de apoyo al Frente Polisario, al pueblo palestino, a las abuelas de la Plaza de Mayo, todo quedaba subsumido en la misma causa patriótica.

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Mis primeras cervezas en medio del fuego cruzado: delante, los beltzas de la Ertzaintza disparando material antidisturbios; detrás, los chavales con la cara tapada por un pañuelo lanzando piedras y cócteles molotov, y tú cuidando de que no se te derramara la bebida del vaso de plástico. El hermano de una amiga perdió un ojo por el disparo de una pelota de goma. El marido de una profesora fue asesinado en su portal. Otro profesor me explicaba cómo tenía que revisar los bajos de su coche y cambiar el itinerario cada mañana. Un vecino te retira el saludo desde el momento en que te ve con un lazo azul. Con 17 años, la primera ruptura sentimental, por una discusión política en un café que ya no existe. Una vez participé en una protesta por la visita de un político, y meses después su coche saltaba por los aires matándole a él y a su escolta. El día de mi examen de conducir Bilbao se había llenado de autobuses y calles cortadas para la manifestación por el asesinato de Miguel Ángel Blanco: menudo follón. En mi primer trabajo, aún cerrábamos las puertas de los despachos de la universidad por dentro, con dos vueltas de llave. Un escolta custodiaba la entrada al departamento, como una cariátide. Nunca se quitaba la chaqueta, ni en verano. Nunca supe las espaldas de qué compañero guardaba. De eso, simplemente, no se hablaba.

La historia de ETA fue terrible y duró demasiado, pero no fue ninguna excepción. Con la resaca de los mayos del 68, muchos jóvenes de una Europa a punto de dejar de ser un territorio próspero optaron por la radicalización, la clandestinidad y la violencia frente al sistema. El IRA Provisional, el FLNC corso, las Brigate Rosse italianas, la RAF alemana, el GRAPO… Aún me cuesta explicar en las aulas, a quienes no saben nada de la Guerra Fría, por qué tantos jóvenes de su edad estuvieron convencidos de que la lucha armada era el mejor camino, pero ocurrió. Por extraño que parezca, la ciencia política distingue entre violencia política de fines racionales y de fines irracionales. Con los del primer tipo se puede negociar, y es lo que se hizo.

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Cuando creces en medio de una guerra, no te das ni cuenta. Aquel 20 de octubre me pilló en París, lejos de todo. Fue un belga, al que no conocía de nada, quien vino a darme la noticia del cese definitivo de la actividad armada. Dejé a mis amigos y corrí a encerrarme en mi pequeña buhardilla parisina, pegada a los medios de comunicación españoles durante toda la noche: el canal internacional 24h en el televisor, el especial de la SER y los periódicos en el ordenador. Y entonces lloré, por primera vez, todas las lágrimas guardadas durante tantos años, como si el muro que las contenía al fin se hubiera roto. A la mañana siguiente, sin dormir, corrí al consulado para inscribirme como votante. Era el último día de plazo, y yo tenía decidido abstenerme, desesperanzada por la crisis. Cambié de opinión porque ya aquel primer día intuí que este país de enconados nunca reconocería el mérito de los que posibilitaron la paz. Una década después, en efecto, la mitad del espectro político sigue sin aceptar aquel final e insulta hablando de traición a los muertos. No habrá fiestas ni homenajes, es una guerra que no dejó héroes. Como en esa comedia tristísima que es El negociador, con un inmenso Ramón Barea compuesto de silencios, de la negociación, del final, tampoco se habla.

Diez años parecen una eternidad. El Euskobarómetro se escandaliza del desconocimiento que tiene la juventud de todo lo ocurrido. Los veo pasear, despreocupados bajo el sol, por el campus de la universidad, por la avenida Francisco Tomás y Valiente, y nadie más que yo parece sentir un nudo en el estómago al leer la placa con su nombre. De todas las pintadas de aquella época, mi preferida siempre fue una que lucía en una puerta del baño de chicas de la facultad: “¡Esto no es España!”, y alguien que había contestado debajo, “Efectivamente. Esto es una puerta”. Ahora, las puertas de los baños de estudiantes hablan de feminismo. En plena batalla por el relato, entre tanta Patria y Maixabel, tal vez la única victoria que nos podamos permitir sea este olvido.

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