Opinión · Dominio público
Autonomías y salud mental
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José María Sánchez Monge
Presidente de FEAFES (Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental)
Ilustración de Enric Jardí
Hoy se celebra el Día Mundial de la Salud Mental. En la actualidad, pocos discuten que la salud mental será uno de los principales retos de las sociedades del futuro. Sin embargo, esta toma de conciencia general sobre la importancia del “factor mental” dentro del bienestar de las personas no se está traduciendo en un cambio de actitud de muchas administraciones ni de la sociedad frente a las personas con este tipo de trastornos.
Los porcentajes de población con problemas de salud mental son alarmantes. En España, más de un millón de personas tiene algún tipo de enfermedad mental grave, y la Organización Mundial de la Salud nos dice que una de cada cuatro personas en el mundo tendrá algún problema de salud mental a lo largo de su vida. Además, cada vez somos más conscientes de la gravedad de este tipo de trastornos en muchos niños y adolescentes, quienes a menudo no reciben ningún apoyo para afrontarlos, puesto que se consideran “problemas de carácter”. Un “mirar para otro lado” que perjudicará el desarrollo de esas personas en el futuro.
El pasado mes de abril se cumplieron 25 años de la Ley General de Sanidad, que equiparaba sobre el papel las enfermedades mentales al resto de patologías. Sin embargo, un cuarto de siglo después, los datos nos dicen que en España más de la mitad de las personas con este tipo de trastornos no recibe un tratamiento adecuado. Por desgracia, es habitual que una persona, después de un ingreso hospitalario por motivos psiquiátricos, espere seis meses antes de tener cita en algún recurso social o sanitario. Y no es una excepción, sino más bien la regla, los casos de personas que obtienen la receta de un medicamento como única solución a un trastorno mental, sin añadir ningún tipo de tratamiento psicológico.
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Esa es la realidad de la atención de la salud mental en España. Aunque no sea tan visible como otros, se trata de uno de los principales problemas sociales, como lo demuestra el hecho de que una organización como Amnistía Internacional subrayase en un reciente informe titulado “Derechos a la intemperie” las vulneraciones de derechos humanos que sufren este colectivo y sus familias como consecuencia de una atención inadecuada.
Por tanto, nos encontramos ante un momento crucial. La Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud supone una guía fundamental sobre cómo se deben hacer las cosas. Se trata de un documento de consenso, aprobado por las autonomías, y que se encuentra en permanente evaluación y desarrollo. En él se determina cuál es el método más eficaz, y coincide además con el más económico a largo plazo. El tratamiento comunitario, basado en Unidades de Salud Mental completas –donde se hace un seguimiento real a la persona con enfermedad mental y no se limita a “controlar los momentos de crisis”–, ha demostrado su efectividad en aquellos lugares donde se han dedicado los recursos necesarios. Además, se presenta como el modelo de atención que mejor se ajusta a la Convención ONU de los Derechos de las Personas con Discapacidad, que entró en vigor en España en 2008.
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Administraciones públicas estatales y autonómicas, sociedades científicas, asociaciones de pacientes y familiares nos hemos puesto de acuerdo en el camino a seguir a través de esta estrategia, y ya se están dando algunos pasos en firme. Pero hace falta que esa marcha sea asumida por todos, y para ello es imprescindible la voluntad política del conjunto de los gobiernos autonómicos, puesto que son ellos, en definitiva, los que gestionan la atención social y sanitaria en sus respectivas comunidades.
En este sentido, la capacidad de decisión autonómica no puede traducirse en desigualdad entre ciudadanos, y menos aún en que algunos de ellos vean incumplidos derechos tan básicos como el de la atención sanitaria o la inclusión social. En primer lugar, las autonomías deben ofrecer los datos completos sobre las personas atendidas y los recursos dedicados para obtener un mapa real de la atención a la salud mental en España.
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Asimismo, deben aumentar, o al menos mantenerse, los apoyos a la autonomía de las personas en situación de dependencia. En estos tiempos sabemos que es tentador para todos los gobernantes adoptar recortes en los servicios públicos. Pero los derechos sociales no pueden tambalearse según los presupuestos anuales, y llevar una vida autónoma supone una conquista irrenunciable para las personas con discapacidad fruto de un trastorno mental.
Ante todo, los responsables autonómicos deben apostar, sin titubeos ni retrocesos, por el modelo comunitario de atención a las personas con enfermedad mental. Una detección adecuada tras los primeros síntomas de un trastorno, seguido de un tratamiento personalizado según las necesidades de la persona, es el modo más eficaz de evitar futuras recaídas. Si se fomenta su autonomía, y la persona con enfermedad mental participa en las decisiones sobre su tratamiento, estaremos reduciendo al mínimo las posibilidades de nuevos ingresos, en especial aquellos de carácter involuntario. De este modo, estaremos ahorrando no sólo dinero a las arcas públicas, sino también un incalculable sufrimiento a las personas con enfermedad mental y sus familiares.
En este ámbito no puede haber colores políticos, puesto que la dirección que se debe tomar para mejorar la salud mental en España ha sido decidida y asumida por todos. La ruta está trazada, sabemos cómo se anda y dónde queremos llegar. Esperemos haber aprendido de los errores del pasado y no volver a quedarnos a medio camino.
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