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Opinión · Dominio público

Chile, Argentina, Brasil: ultraderecha y democracia en América Latina

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En la última semana las elecciones en Argentina y Chile han dibujado un escenario de gran complejidad para las fuerzas progresistas de la región. En Argentina la oposición al gobierno de Alberto Fernández ganó las elecciones, aunque por un margen mucho menor de lo esperado. La notable recuperación del bloque gubernamental respecto a su mal resultado en las primarias de septiembre le permitirá seguir siendo la primera fuerza en ambas cámaras (aunque muy menguada en el Senado) y recuperar una unidad de acción impensable hace unos meses. La oposición ganó en las urnas, pero en un clima de creciente división interna y con un importante declive de su gran plaza electoral de la ciudad de Buenos Aires. Hoy por hoy, nada hace creer que el peronismo vaya a enfrentar las presidenciales de 2023 en condiciones políticas peores que las que han producido esta derrota dulcificada. Todo dependerá de que el gobierno logre encauzar los desafíos de la profunda crisis económica-financiera heredada de la administración Macri, después agravada por la emergencia social y sanitaria, y pueda avanzar en una agenda de crecimiento y redistribución sobre la base de la reactivación de la economía.

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Si el resultado electoral argentino mejoró los augurios que se cernían sobre el gobierno, en Chile la primera vuelta de las presidenciales ha generado una gran conmoción en las fuerzas progresistas. El resultado obtenido por la ultraderecha de Kast ha supuesto un terremoto político en un país inmerso desde hace dos años en un proyecto constituyente profundamente innovador y de clara hegemonía progresista. La fragmentación del voto, el colapso de las coaliciones que han dominado el sistema político chileno en los últimos 30 años y los altos niveles de abstención dejan el país sumido en un escenario de enorme incertidumbre ante la segunda vuelta: los dos candidatos apenas sumaron un 55% de los votos emitidos en primera vuelta, sobre una participación de solo el 47% del censo electoral. A la preocupación por el futuro de la constituyente se une el difícil panorama de gobernabilidad que dejan unas cámaras fragmentadas y sin mayorías claras, expresión de una fuerte volatilidad política en un momento histórico e institucional sumamente delicado.

Parece evidente que en el caso de Chile las expectativas han jugado un papel inverso: tras un largo ciclo de luchas políticas, sociales y culturales que culminaron en un referéndum constituyente apoyado por 4 de cada 5 votantes hace apenas un año, se esperaba que estas elecciones supusieran la culminación del proceso que busca dejar definitivamente atrás el legado de la dictadura y profundizar en una transición democrática irreversible. A pesar de obtener un notabilísimo resultado, el movimiento popular encabezado por Gabriel Boric ha encontrado dificultades para extender su base social, especialmente en las regiones periféricas del país. Ante la segunda vuelta, Boric se encuentra en la difícil posición de tener que ampliar sus apoyos, seduciendo sectores de votantes moderados y abstencionistas, en un ambiente de fuerte polarización política impuesta por los marcos de su adversario. Representar a la vez el espíritu vanguardista del proceso constituyente y la defensa del orden democrático frente a la amenaza de la ultraderecha será una operación difícil.

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Ambas elecciones representan sin duda dos momentos diferentes, dos fotos fijas de ciclos políticos en fases distintas e incluso divergentes entre sí -uno, el de un gobierno en fase de resistencia ante las dificultades de la crisis sanitaria y económico-financiera; el otro, el de la ansiada cristalización de un proyecto constituyente, hoy amenazado, que se vio interrumpido por esa misma emergencia. Pero los dos procesos expresan también factores comunes: dan prueba de la solidez y el dinamismo de las fuerzas progresistas en la región, pero también de los enormes desafíos que estas enfrentan en un momento de profunda inestabilidad económica y geopolítica y de descomposición de los espacios políticos e ideológicos tradicionales.

La victoria de Kast, unida al muy sorprendente resultado obtenido por outsiders políticos como Javier Milei en la ciudad de Buenos Aires o Franco Parisi en el norte de Chile, demuestra que las fuerzas de la ultraderecha en la región están sabiendo explotar a la vez el malestar con la clase política y las demandas de orden, estabilidad y seguridad que expresan importantes sectores de la población. El discurso con el que Kast ha vencido en la primera vuelta -una promesa de “paz y libertad” a través de la militarización del conflicto social, la crisis migratoria que afecta al norte del país, o el conflicto con los pueblos originarios en el sur- es en ese sentido paradigmático. Poco importa la incongruencia flagrante de sus propuestas económicas (apoyadas en una versión agonizante de la crítica neoliberal del Estado) para atajar las necesidades que ha generado la pandemia, el riesgo evidente que supone su discurso para las libertades políticas y civiles, o su instrumentalización de las tensiones sociales, políticas y culturales que afectan a los países de la región. El hecho es que la ultraderecha ha encontrado un caladero de votos en el descontento creado por la crisis y está sabiendo armar una agenda política e ideológica que amenaza con prolongar el ciclo político del bolsonarismo y fagocitar el espacio de la derecha tradicional.

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Es también evidente que frente a esa pujanza de la ultraderecha no es suficiente alertar con el peligro que supone esta deriva reaccionaria. La consolidación de las conquistas democráticas y sociales tiene sin duda un componente defensivo, pero requiere también de una movilización afirmativa que ofrezca respuestas creíbles a los problemas reales que instrumentaliza la ultraderecha. El programa de Boric tiene en ese sentido todos los elementos para lograrlo. Venciendo al miedo o la resignación, es fundamental -como empezó a hacer el candidato desde la misma noche electoral- el empeño en la pedagogía, la motivación y la seducción para vencer a la abstención, decantar a las bolsas de votantes renuentes o indecisos, y afirmar un horizonte democrático tangible que aporte certezas y soluciones para la mayoría social del país.

En juego está mucho más que el desenlace de esta coyuntura electoral. Una victoria en Chile, seguida del regreso de Lula en Brasil el año que viene, puede sentar las condiciones para un nuevo ciclo político en el continente y truncar definitivamente el ascenso y las mutaciones políticas del bolsonarismo. Solo a través de la cooperación regional, y no del conflicto, podrán afrontarse las dificultades económicas y políticas estructurales del continente en esta fase de crisis productiva y comercial de la globalización. Solo con la fuerza económica de Brasil, y una alianza renovada de las fuerzas progresistas en varios gobiernos del continente, se podrá afianzar las condiciones de soberanía y redistribución de las que depende la estabilidad democrática en América Latina. Esa perspectiva de unidad y cooperación regional no es solo la mejor defensa frente al riesgo evidente de involución que vive la región: es también un horizonte de refundación que puede inspirar y servir de guía una vez más a las fuerzas democráticas del mundo entero.

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