Opinión · Dominio público
El final del principio
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Joan Subirats
Catedrático de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona
Ilustración de Iker Ayestaran
Con el comunicado de ETA, en el que anuncia el abandono de la lucha armada, se cierra una muy larga etapa en la que la violencia por razones estrictamente ideológicas formaba parte del escenario político del País Vasco, de España y, en menor medida, de Francia. Desde la voladura de un repetidor de TV por parte de los primeros militantes de ETA hasta el pasado jueves, han transcurrido más de 50 años y 829 muertos. En ese lapso de tiempo, sin distinción entre el periodo franquista y los años de democracia, ETA y una buena parte de la ciudadanía vasca ha considerado que la voluntad de conseguir una Euskadi independiente y socialista justificaba el asesinato, la extorsión o el secuestro. Lo que en la dictadura se justificaba desde la lógica de la falta de legitimidad histórica del franquismo, su represión sangrienta y su negación absoluta a lo que no fuera la unidad de España, en democracia se trató de justificar por la convicción de que los caminos abiertos por la Constitución no permitían ni permitirían lo que ETA y su entorno querían.
¿Qué ha cambiado? Han cambiado muchas cosas. Por una lado, la propia capacidad del Estado democrático de mantener su legitimidad por encima de contradicciones y experimentos tan peligrosos como los GAL. También la demostración de que el Estado de las Autonomías permitía, con las frustraciones de unos y la sensación de excesos de otros, una no desdeñable capacidad de reconocimiento de la diversidad de España. No conviene tampoco despreciar el hecho de que, si bien cuando surgió y empezó a realizar atentados con víctimas personales la violencia política y la lucha armada eran frecuentes en toda Europa y en otras partes del mundo, en los últimos años ETA se había quedado sola. Es evidente, y ha sido muy visible en la Conferencia internacional del pasado lunes en San Sebastián, que el abandono de la lucha armada por parte del IRA y el liderazgo político de Gerry Adams del proceso posterior han sido elementos muy importantes en el desenlace que estamos viviendo. Todo ello explica la sensación de inutilidad y de obsolescencia que probablemente existía en ETA y su entorno, detención tras detención, desmantelamiento continuo de las sucesivas infraestructuras y aparatos de dirección, y un aislamiento personal y social cada vez mayor.
Pero nada de ello hubiera sido suficiente si no hubiera existido una voluntad y una capacidad de modificar ese escenario desde dentro del entorno social que alimentaba y sostenía a ETA. No hemos de descartar que, sin esa capacidad de alterar el rumbo de las cosas por parte de gentes como Josu Ternera o Arnaldo Otegi, ETA hubiera podido entrar en una espiral de marginación y de continuidad de la violencia al estilo de lo que ocurrió en Alemania con la Baader-Meinhof o, entre nosotros, con el GRAPO. Las gentes de Batasuna y LAB han ido articulando una red de complicidades que, partiendo de los votantes fieles en pueblos y ciudades, ha llegado a los jóvenes acostumbrados a la kale borroka y, sobre todo, ha implicado a los presos y a sus familias. Aquí en España no hemos tenido a una ya desaparecida Mo Mowlam, la ministra de Interior del Gobierno de Tony Blair que tuvo el coraje y la fuerza política necesaria para acudir personalmente a cárceles como las de Maze en Belfast para negociar con los militantes más reacios a abandonar la lucha armada. El esfuerzo para convencer a la parte más dura de los presos de ETA de que dejar las armas no tenía por qué significar aceptar que lo suyo no había servido para nada es muy probable que no haya sido una tarea fácil. Como tampoco lo será el ahora ineludible paso de reconocer de alguna manera el dolor causado y pedir perdón a las víctimas, como han empezado a hacer, aunque sea con cuentagotas, algunos dirigentes significados de la izquierda abertzale. Batasuna, en su nueva reencarnación en Bildu primero y ahora en Amaiur, ha conseguido liderar el proceso, recuperar apoyo popular y poner de nuevo a la política en el puesto de mando del movimiento por la independencia y el socialismo en Euskadi.
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Estamos, por lo tanto, al final del principio moral y argumentativo que ha venido justificando la existencia de ETA y que podría enunciarse así: “Los estados español y francés nunca permitirán que Euskadi alcance su plenitud e independencia, y para ello emplearán la violencia institucionalizada del Estado; frente a ello la única respuesta es la violencia popular que representa y protagoniza ETA”. La declaración de Rufi Etxeberria hace unos días, como parte de la secuencia perfectamente planeada que ha desem-
bocado en el comunicado de ETA, lo ponía de manifiesto al decir que la democracia es el marco en el que exponer proyectos e ideas, por diferentes que sean del marco legal establecido. En ese sentido, es evidente que el final de la violencia política no tiene por qué implicar el final de las reivindicaciones de la izquierda abertzale.
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Estamos al final del principio que inspiró y justificó demasiados años el ejercicio del asesinato, el secuestro y la extorsión y que tanto dolor ha generado, pero es evidente que estamos en el punto de partida de otro proceso. El proceso de reconciliación, o al menos de convivencia, en un nuevo escenario en el que el valor y la calidad democrática del sistema constitucional español se pondrán a prueba. Una democracia es más fuerte cuanto más disenso es capaz de contener, siempre que ese conflicto sobre valores y objetivos se canalice dentro de los marcos previstos para ello en cada momento. Un final y un inicio claramente mejores que el que teníamos la pasada semana.
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