Opinión · Dominio público
Crisis y redistribución
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José Fernández-Albertos
Investigador en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC
Ilustración de Iker Ayestarán
Hace unos días, el Instituto Nacional de Estadística (INE) ofrecía, a partir del análisis de los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida, el porcentaje de la población española que vive por debajo del umbral de la pobreza: 21,8%. Es el porcentaje de pobres más alto desde que el INE empezó a realizar esta encuesta, hace ya siete años. Para computar esa cifra, igual que en el resto de países desarrollados, el INE utiliza una definición de pobreza relativa: es pobre quien tiene una renta menor al 60% de la renta del hogar español mediano (el hogar para el cual la mitad de los hogares son más ricos que él, y la mitad más pobres). Según esta definición, en 2011 ser pobre es, para una familia compuesta por dos adultos, disponer de ingresos anuales inferiores a 11.300 euros. Es decir, una pareja en la que uno de sus miembros es un mileurista y el otro no dispone de ningún ingreso es ya lo suficientemente rica como para no formar parte en ese 21,8% de la población clasificada como “pobre” por el INE.
Si nos fijamos en la evolución de esta tasa de pobreza, lo alarmante no es sólo que en apenas dos años la crisis haya aumentado la tasa de pobres en la población española en más de dos puntos porcentuales. Sino que, además, el ingreso mediano de las familias a partir del cual se calcula la tasa de pobreza ha caído sustancialmente en este periodo, lo que significa que ese 21,8% de personas que hoy clasificamos como pobres son, en términos absolutos, más pobres que el 19,5% que clasificábamos como pobres hace dos años.
En el contexto de la actual crisis, de estancamiento económico, de encarecimiento de la financiación del Estado y de imperiosos ajustes de los presupuestos públicos, ¿tenemos que resignarnos a convivir con estas altísimas tasas de pobreza, casi desconocidas en el contexto de la UE, y presenciar cómo aumentan año tras año?
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Rotundamente, no.
Primero, porque no es cierto que la necesidad de cuadrar las cuentas públicas implique que haya que recortar los servicios públicos y los programas de transferencias que benefician a los sectores económicamente más vulnerables de la población. Cualquiera sabe que un déficit fiscal se puede reducir bien recortando gastos o aumentando ingresos. De hecho, en una situación de depresión de la demanda agregada como la actual, es económicamente sensato transferir recursos de las familias con más recursos (que tienen una propensión mayor a ahorrar) a las familias con menos (que, dados sus pocos ingresos, tienen una propensión mayor a consumir).
Segundo, porque incluso sin afectar al tamaño total del Estado, se puede hacer mucho para que el Estado recaude de manera más progresiva y oriente su gasto de manera más efectiva hacia la protección de los más vulnerables. No hay país en Europa cuyo sistema de impuestos y transferencias sea menos exitoso a la hora de sacar a la gente de la pobreza que el nuestro. Mientras que en los países de nuestro entorno la intervención del Estado logra reducir el número de pobres casi a la mitad (después de impuestos y transferencias sociales, la tasa de pobreza cae en un 43% en el conjunto de la OCDE), en España la intervención del Estado sólo logra sacar de la pobreza a un pobre de cada seis. Un análisis de las causas de este resultado revela que tenemos un sistema fiscal que, a pesar de estar en teoría guiado por el principio de progresividad, en la práctica no logra reducir en absoluto las desigualdades de renta preexistentes. Y que nuestro gasto público, aunque tiende a favorecer a los más pobres frente a los más ricos, lo hace en mucha menor medida que en el resto de países europeos. Las administraciones públicas españolas se gastan mucho en satisfacer las demandas de sectores relativamente acomodados (en la Comunidad de Madrid, el Gobierno regional llega al extremo de cofinanciar los uniformes de los niños que van a colegios privados), pero muy poco en ayudar a los sectores de población más necesitados. En resumen, no es (sólo) que tengamos un Estado “pequeño”; es que nuestras administraciones redistribuyen mucho menos de lo que lo hacen las de nuestros vecinos europeos.
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Y tercero, porque si permitimos que la desigualdad y la pobreza sigan creciendo, la salida de la crisis será económicamente más frágil. La evidencia empírica sobre las consecuencias negativas de la desigualdad a largo plazo es abrumadora: las sociedades más desiguales tienen menor movilidad social, más conflictos, menos provisión de bienes públicos, más corrupción, e incluso poblaciones más enfermas y menos longevas. Pero además, como ha señalado un reciente trabajo del Fondo Monetario Internacional, niveles más altos de desigualdad están asociados a episodios más inestables de crecimiento económico, y a una mayor probabilidad de sufrir crisis económicas futuras.
No es por tanto de recibo excusarse en las restricciones asociadas a la situación económica actual para permanecer con los brazos cruzados. Las ambiciosas políticas redistributivas necesarias para reducir las crecientes desigualdades y combatir la pobreza no sólo contribuirán a una sociedad más justa, sino también a una economía más sana.
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