Opinión · Dominio público
Cuba y la propiedad
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LEONARDO PADURA
Escritor cubano. Autor de ‘El hombre que amaba a los perros’
Ilustración de Patrick Thomas
Copyright IPS
Hasta los estrictos portavoces de la Administración de Barack Obama han dado su veredicto aprobatorio: el Decreto Ley 288 recién promulgado por el Gobierno cubano, que al fin legaliza los actos de compra, venta y cesión de inmuebles en la isla, ha sido catalogado por ellos como un “paso positivo” dentro del proceso de cambios emprendidos por el Ejecutivo cubano.
No se trata de que la actual Administración estadounidense haya mejorado su capacidad de entendimiento respecto a las realidades de Cuba.
Su beneplácito apenas reafirma lo obvio. Porque apenas una semana antes, cuando la Asamblea General de la ONU volvió a condenar, por vigésimo año consecutivo y otra vez de manera casi unánime, la fallida política del embargo comercial y financiero estadounidense aplicado a la isla por cinco décadas, esa misma Administración hizo oídos sordos del reclamo internacional, sin la menor capacidad de entender lo que todo el mundo ha entendido: que el embargo no ha conseguido obtener los efectos esperados (la caída del sistema cubano) y que su aplicación más bien afecta, en lo esencial, a los 11 millones de personas que cada día tienen que pensar cómo hacer su día en Cuba.
Con total independencia de ese beneplácito norteamericano, la realidad es que hoy, muchos cubanos sienten que respiran con un poco más de libertad y que su día será menos arduo: al menos los que tienen casas, incluso los elegidos poseedores de autos, son ahora más propietarios (o verdaderamente propietarios) de esos bienes que, por décadas, fueron suyos pero a la vez no lo eran en virtud del entramado de leyes que prohibían la libre disposición de ellos por parte de esos propietarios legales.
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Ojalá que la visión realista y de cambio que ha impulsado la promulgación de esta nueva ley llegue pronto a otros sectores de la vida cubana que claman a gritos por transformaciones radicales y profundas.
Si la ley que al fin permite la compra y venta de autos fabricados después de 1959 (sólo era posible disponer de los fechados antes de ese año) generó expectativas que no se han cumplido en todos los casos (se mantienen los límites para la venta de autos nuevos y regulaciones para los de segunda mano que puede ofertar el Estado), el decreto del 2 de noviembre pasado toca con mayor profundidad y espíritu de cambio uno de los temas más candentes para el país: el de la vivienda.
La nueva ley abre la posibilidad de la libre compra y venta de inmuebles entre ciudadanos cubanos e, incluso, residentes extranjeros; elimina trámites y regulaciones oficiales en los intercambios de vivienda (la llamada permuta), y legaliza y facilita la cesión de propiedades, incluso en el caso de “salida permanente” del país del poseedor (desde 1959 hasta ahora condenadas a la confiscación estatal). La disposición legal, en sí misma, no va a resolver los grandes problemas de déficit de vivienda, calculado en más de medio millón de casas, aunque sin duda traerá un alivio legal en los intercambios, donaciones y actos de compra-venta hasta ahora controlados o simplemente prohibidos.
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Entre las ganancias que trae para los cubanos esta nueva ley se encuentra, en primerísimo término, la conversión de los títulos de propiedad de sus casas en un documento mucho más real de lo que hasta ahora había sido. Otras ventajas serán la posible redistribución más racional de los espacios, la mejora de los inmuebles por parte de nuevos propietarios con medios económicos para su reparación y mantenimiento, la ganancia de una propiedad por parte de un familiar o persona cercana cuando se produzca una “salida definitiva” o un deceso, la posibilidad de venta de terrenos y azoteas en las cuales se puedan levantar nuevas habitaciones.
La otra y no menos importante retribución radica en la eliminación de la interferencia oficialmente impuesta por los diversos niveles burocráticos del Instituto de la Vivienda, que en una notable cantidad de casos se movían con los mecanismos de la compra-venta de funcionarios, especialistas, asesores legales, es decir, con las oscuras reglas de la corrupción administrativa en la que caían los encargados de velar por la ley. Gracias a esa coyuntura, miles de funcionarios medraron con la necesidad y la carencia, y también miles fueron despedidos y hasta juzgados a lo largo de estas cinco décadas, mientras se pueden contar también en otros miles los trámites ilegales que, por artes de esa corrupción, alcanzaron la al parecer imposible legalidad.
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Unas leyes que en su origen tuvieron el deseo y la misión de repartir el patrimonio para beneficio de amplias capas de la sociedad, impedir la especulación y la concentración de riquezas, terminaron por convertirse, en una época diversa, en un freno a la libertad de los individuos, en un laberinto de trámites y regulaciones violados por la realidad y en fuente de enriquecimiento de una burocracia despiadada, dedicada por años a medrar con la ley y la necesidad de los ciudadanos.
Ojalá que la visión realista y de cambio que ha impulsado la promulgación de esta nueva ley llegue pronto a otros sectores de la vida cubana que claman a gritos por transformaciones radicales y profundas.
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