Opinión · Dominio público
Escapismo Motomami
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No con todos los productos culturales intervienen formas de mediación intelectual parecidas. Por hablar en plata: hay libros, películas y hasta álbumes que se hacen los listillos, se plagan de referencias en ocasiones innecesarias, y juegan con su lector, espectador o –en el peor de los casos– consumidor para que la sensación última sea una complacencia inteligente y diletante. Hay otros que aspiran a llevar a su cómplice de la mano por un viaje en el cual el placer es más inmediato; hay productos en los cuales lo indicado, si se quiere disfrutar, es no pensar, o activar el pensamiento en momentos concretos.
Es el caso de Motomami, Motomami, Motomami, mi obsesión y la de media España durante este último fin de semana; el último álbum de Rosalía, de inventar mitos (como apuntaba inteligentemente una crítica en Vogue) que trascienden lo musical para convertirse en palabras universales, términos que parasitan las conversaciones del día a día.
Desde el lanzamiento de Motomami han sido parodiados ad nauseam los intentos de elaborar una reflexión excesivamente intelectual (vamos: más bien pedantorra) a partir del disco, como si en los intersticios entre Plan B de Candy y la referencia a la muerte de Lady Di se colaran temas trascendentales de la filosofía, la existencia, la vida y la muerte. Yo he defendido en otras ocasiones el derecho a pensar lo que de teoría puede extraerse de prácticamente cualquier cosa, pero en este caso me dan una soberana pereza todos los análisis del disco completo, porque mi cabeza desea aquí tener un cerebro liso, sin arrugas, de pechuga de pollo, y no pensar más que lo estrictamente necesario para memorizar el alfabeto motomami.
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En medio de este momento histórico y político, en el que los tambores de guerra amenazan cada día, sube el precio de todo, se abren crisis y heridas inmorales con el Sáhara o se sale a duras penas de las consecuencias de una pandemia eternizada, resulta extraordinariamente terapéutico que la conversación quede dominada por la frivolidad y ese culto al poderío femenino que se esconde detrás de la palabra mágica «motomami».
No queda, en el disfrute del disco, ningún resquicio para el espíritu hipster que se alejaría de aquello que es elogiado por una mayoría; el sentimiento es el contrario, el regocijo de la comunidad compartida, construyendo a base de tweets y referencias una comunidad compartida de aquellos a quienes une estar disfrutando de algo al mismo tiempo.
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Será una comunidad de consumidores, sí, pero rápidamente trasciende la esfera del consumo, y sus palabras se convierten en hilos que unen a quienes del fenómeno participan. Es el escapismo motomami definitivo, y menos mal que aparece ahora para aliviarnos: hacía falta la locura de Bizcochito, a la que sigue la devastadora G3 N15, canción que Rosalía escribe pensando en el sobrino del cual se pierde el paso de los años por culpa de la Covid-19 y la distancia, para desviar un momento la cabeza de una discusión pública absolutamente insoportable y tramposa, que deja a cualquiera con una sensación de impotencia absoluta.
Quizás una tentación militante sería la de decir que ese fenómeno, precisamente por cómo hace que la atención cambie de los fenómenos exteriores indignantes a un fenómeno más interior, frívolo y compartido, es de algún modo alienante o antipolítico. Esta crítica, que se repite con mil cosas más, es casi un quejido puritano por parte de quienes no entienden las distintas formas que puede tomar el consuelo. Se abusa sobremanera de las metáforas de Un Mundo Feliz y la soma, como forma de anestesiar a la población mediante un placer constante: sin un poco de placer o consuelo, probablemente no seríamos más revolucionarios, sino simplemente un poco más miserables.
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Sin sucumbir a la tentación de la teoría que todo lo quiere envolver o convertirse en un cenizo que encuentra en el disfrute ajeno un motivo más para su resentimiento, propongo que, sin dejar de ser conscientes de la catastrófica situación a la que nos enfrentamos, no dejemos de bailar (y llorar) un ratito escuchando discos (¡tan complejos y tan bien construidos!) como Motomami de Rosalía. Tampoco creo que nadie se engañe pensando en el potencial revolucionario de un saoko, papi, saoko. Pero entre el reconocimiento del goce y su interpretación más estúpida media un mundo entero. Y hay una izquierda, dispuesta siempre a censurar toda forma de placer, que da más pereza que mil artículos innecesarios juntos.
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